Entre vías

“Con lo fácil que sería dejar las cosas claras: Hola, te he estado observando y creo que tienes una sonrisa maravillosa y un cuerpo estupendo. Me encantaría pasar contigo esta noche y, si todo sale bien, no tendría inconveniente en amarte el resto de mi vida”, expresaba el personaje de Coque Malla en El columpio como solución al arte del idilio. Esta declaración de intenciones no sólo rebotaba en el pensamiento del protagonista, sino también en las paredes de una estación de metro sumida en desérticas horas nocturnas.

El escenario idóneo para un encuentro casual con una joven en igual tesitura. Un leve roce de miradas y ambos comienzan a perpetrar futuribles sobre el otro, aunque ninguno sospeche que se haya percibido su presencia fuera del contexto de las vías. De la ficción a la realidad, sólo hay un trecho, cuatro o cinco altos por el camino.

Alberto aglutina el sueño atrasado bajo los cercos de sus párpados. El veinteañero se frota un momento los ojos, justo antes de que se cierren las puertas del vagón tras un fugaz pitido. Como cada mañana, toma la línea 9, que une Mirasierra con Arganda del Rey, y el gran tomo de legislación bajo su brazo parece más arduo que el madrugón vigente en los rostros de los viajeros.

El del hombre que dormita, con la casaca y pantalón azules, limpios como una patena, antes de que la escayola de una reforma desluzca sus deportivas. O el de aquella muchacha de piel clara y ojos saltones que escucha música abstraída, lejos del anciano que, al otro lado, ojea la prensa gratuita y suspira con una prestancia ejercitada en largos días de vagón.

El tren avanza sin pies de plomo, a través de túneles abruptos para claustrofóbicos. Cuando llega a Plaza Castilla, una masa de pasos se entrecruza. Se trata de la quinta estación de mayor consumo de la red, con más de cuarenta y dos millones de usos al año en sus tres líneas. Es hora punta, principio de jornada y el metro cumple con las prisas y expectativas de sus usuarios. Cuando continúa su rumbo, deja en la superficie las Torres Kio, el Paseo de la Castellana o los populares Juzgados de Primera Instancia, en los que divorcio y delito coinciden por los pasillos sin mirarse nunca de frente.

El sonido ensordecedor del contacto de las ruedas con las vías, los motores y la velocidad en el tramo entre Pío XII y Colombia, anula en gran suma, el volumen colindante. En Avenida de América se despierta el espíritu del hormiguero. Decenas de personas se precipitan, raudas, hacia las escaleras mecánicas y en el sentido contrario, otras tantas, realizan carrera de obstáculos para alcanzar el umbral de los vagones. Saben que el tren no espera a nadie. Pronto, da un ínfimo respingo y continúa itinerario hacia el Barrio de Salamanca, dejando atrás la última frontera del distrito de Chamartín.

Alberto no oculta sus nervios. Se atusa el pelo, se desabrocha el cuello de la camisa y agita la pierna varias veces. Pero  guarda el secreto, tan bajo tierra como la aorta que ahora atraviesa. Atento a los viajeros que acceden al coche de la antigua serie 6000, se queda a la espera, avizor. Pronto, tanto misterio obtiene respuesta. Una muchacha, castaña clara, de estatura media y rasgos amables aparece en el habitáculo y con aire despistado, se concentra en un libro de bolsillo. 

Alberto la mira de soslayo y hace amago de acercarse, pero parece cohibido. No es una situación nueva, quizás haga ya algún tiempo que quiere como Paris, correr el riesgo de aproximarse a Helena, aunque en vez de un reino, le cueste una negativa. Su mirada revela que ha imaginado la carrera que ella estudia, su película favorita o los viajes pendientes con los que sueña.

Con el anuncio de Vicálvaro, las cavilaciones se esfuman y junto a otros estudiantes, la joven abandona el transporte. Alberto queda entre contento y cabizbajo. En Puerta de Arganda, donde los pasajeros tienen que realizar transbordo para proseguir hasta final de línea, el universitario no se mueve. Espera en el mismo tren, que regresa hacia su origen, y en Sainz de Baranda toma el pasillo de la Circular, posiblemente hacia Ciudad Universitaria. 

No percibió, paradojas del destino, que antes de alcanzar la escalera, la joven se giró un momento hacia el vagón. Casualidad o no, distaba poco de aquella mirada impaciente de Ariadna Gil que no sabía descifrar un dubitativo Coque Malla en el cortometraje de Álvaro Fernández Armero.

El columpio gira y gira como en el metro las historias se ligan, colisionan, se rehúyen o nunca se alcanzan a lo largo de 300 estaciones y casi 293 kilómetros. Mañana la vida de Alberto prolongará trayecto en una ciudad de más de tres millones de habitantes y entre las vías, todavía habrá lugar para una Helena. La de Troya, la de Goethe, la de Offenbach, la suya.

 

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