La pianista georgiana regresó al Ciclo de Grandes Intérpretes que organiza la Fundación Scherzo y dedicó la noche de San Isidro al compositor alemán
El 15 de mayo, el Auditorio Nacional de Madrid se llenaba de una atmósfera expectante mientras los asistentes ocupaban sus asientos. Un San Isidro algo diferente. Ni en la pradera, ni en la plaza de toros. Los melómanos teníamos una cita con la gran pianista georgiana Elisabeth Leonskaja (Tiflis, 1945), que estaba a punto de interpretar las tres últimas sonatas de Beethoven en el Ciclo de Grandes Intérpretes de la Fundación Scherzo.
Su carrera musical ha destacado por su profundidad interpretativa. Su virtuosismo técnico y su dedicación a un repertorio diverso que abarca desde el Barroco hasta la música contemporánea. Leonskaja comenzó a estudiar piano a una edad temprana y, con 11 años, ya demostró un talento excepcional. Después de estudiar en el Conservatorio de Moscú con grandes maestros como Jacob Flier y Emil Gilels, ganó varios certámenes internacionales, incluido el Concurso Enescu en Bucarest en 1964 y el Marguerite Long-Jacques Thibaud en París en 1967. Su carrera profesional despegó a finales de la década de 1970. Desde entonces ha actuado en las principales salas de conciertos de todo el mundo, incluidas la Royal Festival Hall de Londres, el Concertgebouw de Ámsterdam, el Musikverein de Viena y el Carnegie Hall de Nueva York. Además de su brillante carrera como solista y músico de cámara, Elisabeth Leonskaja ha impartido clases magistrales en todo el mundo y ha sido profesora en la Academia de Música de Basilea y en la Academia de Música de Viena.
Mientras el público leía y comentaba toda esta información que tenía delante en el programa de mano, el murmullo se desvaneció poco a poco antes de que el reloj marcase las 19:30h, dejando un silencio tenso que anticipaba la inminente magia musical.
Con una elegancia serena, Leonskaja apareció en el escenario, con un vestido largo, color blanco roto con unos tacones negros, estilosos, recibiendo una ovación cálida y prolongada. Sin necesidad de palabras, casi a punto de cumplir los 80 años, tomó asiento frente al imponente piano de cola Steinway & Sons, y con un gesto sutil comenzó a sumergirse en el universo sonoro de Beethoven.
Noche de Beethoven
Sin más preámbulos, se lanzó a la Sonata No. 30 en Mi mayor, Op. 109, captando inmediatamente su equilibrio singular entre el ligero flujo bucólico y la lenta pasión declamatoria. El Prestissimo fue casi marcial en su intensidad, el complemento perfecto para la cálida serenidad del tema y las variaciones finales, aunque impregnadas de un toque de fuga. Desde los momentos más delicados hasta los pasajes más enérgicos, Leonskaja tejió una narrativa musical envolvente, llevando al público a través de las emociones más profundas de la obra.
La transición a la Sonata No. 31 en La bemol mayor, Op. 110, fue fluida y natural. Aquí, Leonskaja demostró su maestría técnica y su profundo entendimiento del compositor. Cada frase musical estaba impregnada de intensidad emocional, creando una atmósfera de contemplación y reflexión. Los momentos de tormenta dieron paso a la serenidad y con una paleta de colores tonales que van desde los suavemente apagados a los vibrantes, y una gama dinámica igualmente dominante, la pianista supo transmitir de tal manera el sentimiento de la música, que los espectadores a mi lado se emocionaron. La claridad del delineado y la facilidad de cada frase permitieron que la estructura se desarrollara orgánicamente.
Finalmente, llegó el clímax con la Sonata No. 32 en Do menor, Op. 111. Desde los primeros acordes de su famoso tema de apertura hasta el último suspiro de la coda final, Leonskaja cautivó con una interpretación que trascendió lo terrenal. La capacidad de la pianista para producir el sonido más poderoso y permitir que resonara plenamente sugería a una intérprete plenamente consciente del privilegio de dar expresión auditiva a lo que el sordomudo Beethoven sólo había escuchado en su extraordinaria imaginación. La profundidad de sus interpretaciones emocionó y conmovió a la audiencia, creando un silencio reverencial al acabar cada movimiento.
Al finalizar la última sonata, el auditorio estalló en una ovación de pie, seguida por unos aplausos que duraron más de 10 minutos. Leonskaja, humilde y serena, se levantó para saludar al público con una sonrisa radiante, agradeciendo el cariño y la admiración. Tras ver que el entusiasmo seguía, decidió tocar dos bises, los también llamados “propina” de forma más coloquial. Aunque la velada era de Beethoven, la pianista decidió ofrecer dos obras de Debussy: el duodécimo preludio del Libro II, Feux d’artifice, y el vals La plus que lente. En ambos, Elisabeth Leonskaja sorprendió gratamente al público con una interpretación en la que extrajo sonoridades y colores bellísimos.
La elección de estos dos bises mostró la versatilidad y la profundidad de la pianista georgiana, capaz de llevar al público desde la explosión de color y energía hasta la delicada poesía de una danza nostálgica. Fue una manera absoluta de cerrar una noche de música excepcional, dejando al público con la sensación de haber experimentado algo verdaderamente especial. Demostró que Beethoven trasciende tiempos y épocas.
Leonskaja se levantó una vez más, agradeciendo con gestos humildes el cariño del público, antes de desaparecer entre bambalinas, dejando tras de sí el eco etéreo del piano y el recuerdo imborrable de una velada brillante.