… EL PERDÓN DE LOS PECADOS…

En 1985 ocurrió un fenómeno extraño. En las salas de espera, en las papelerías o en los kioscos, la gente refrenaba de repente el paso y clavaba la mirada en la portada del National Geographic: los viandantes eran noqueados por unos ojos de bellísimo depredador. Costaba creer que algo así existiera en alguna parte del mundo. El iris (del verde al azul y del azul al negro) parecía dibujarse cuando se observaba, parecía como si los colores estuvieran agazapados, aguardando a que alguien se detuviera en ellos para extender todo su plumaje. El retrato pertenecía al fotógrafo norteamericano Steve McCurry y reflejaba el rostro pubescente de una refugiada afgana en Pakistán.

Desde entonces, McCurry ha sido conocido por sus retratos a personas “cuando aflora en su cara la expresión de su alma”, afirma él mismo. No fuerza ni violenta la realidad, sino que la espera pacientemente hasta que se topa con un momento digno de permanecer, es, pues, una variante de cortejo entre platónico y contemplativo (amador concienzudo de la dama que se demora). No es un detalle lo que se fotografía, sino un momento el que permanece. Por eso, en el año 2.000, cuando McCurry emprendió la búsqueda de aquella niña, encontró una mujer ajada con idéntico nombre (idénticos labios y la misma nariz), pero que no era ella. Si quiera lo fue segundos después de tomar la fotografía, porque la instantánea era sólo su rostro, pero su rostro secuestrado, deshilachado del tiempo.

Esta vez, el estadounidense presenta una instantánea en una cárcel de E.E.U.U. en 1987. Un hombre (suponemos que pastor), con bigote naviego (como un Nietzsche piadoso) e iluminado como el Arcángel Gabriel, soporta las manos de dos presos con una Biblia abierta en el suelo y la rodilla derecha a la altura del pie izquierdo. La perspectiva del fotógrafo (nuestra perspectiva por tanto) sólo permite atisbar los brazos de los encarcelados, mientras que el resto del cuerpo permanece oculto por un muro emulado por los barrotes de la celda. Son los brazos (uno lánguido, otro sediento) el arranque de una desnudez tácita aunque, al mismo tiempo, corolario del resto de la imagen.

En el otro ePastor sosteniendo los brazos de dos encarceladosxtremo de la galería se observa un guarda que, al igual que nosotros, mira; y, como nosotros, lo hace con el respeto y la extrañeza de quien contempla algo incomprensible pero que le trasciende. El carcelero nos incluye dentro de la obra a modo de espejo. Se da, por consiguiente, el curioso caso de que nuestro reflejo nos aguarda dentro de la fotografía, es decir, nuestra impresión nos precede de alguna manera. O puede (como poder) que el guarda sea la imagen trasplantada del propio fotógrafo, como el autorretrato del artista camuflado entre la concurrencia de su cuadro. De cualquier manera, aparece el observador como algo invasivo y ajeno al motor de la acción; mirones como James Stewart o Roberto Michel, al fin y al cabo, con la sensación de intrusismo que nos genera cualquier foto que no nos devuelva la mirada.

Esta estampa es como huella que te hace suponer la pisada, es elocuente por la sugerencia de lo oculto más que por lo visible: se trata de interpretar el símbolo, de suponer lo intangible, en definitiva, de tener fe. Una instantánea que repele al escéptico (insecticida para el incrédulo), que dirá: “desesperación” , como si la desesperación no fuese legítima. El propio McCurry acude a palabras de Santo Tomás de Aquino para ilustrar la serie Faith, a la que esta obra pertenece: “Para el que tiene fe, ninguna explicación es necesaria. Para el que no tiene fe, ninguna explicación es posible.”

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