¿Hasta dónde puede llegar un hombre que está cansado y aburrido de su vida? ¿Cuál es el límite para aquellos que están tan hartos que ya no aguantan más su propia existencia? La respuesta está clara: el suicidio, la muerte. O por lo menos estaba clara, hasta ahora… Luke Rhinehart, psicoanalista de éxito, residente privilegiado de la isla de Manhattan, amante esposo de una mujer preciosa, padre respetado de dos simpáticos niños y una de las mentes más perturbadas del mundo de la Psiquiatría, pone al alcance de nuestra mano una técnica novedosa para arruinar nuestra vida y, de paso, la vida de quienes nos rodean. Nos lo explica en su autobiografía, titulada El hombre de los dados, una memoria que Rhinehart califica de «caos brillante» en la que, a modo de relato novelesco, nos sumerge en uno de los pasajes más surrealistas de su vida: el de su experiencia con los dados.
«La vida se compone de pequeñas islas de éxtasis en un océano de tedio, y después de los treinta años rara vez se avista tierra.» Desencantado y apático, y con esta idea grabada a fuego en la mente, el doctor Rhinehart elabora un sistema de vida que le sacará para siempre de la monotonía. El psiquiatra decide relegar a un segundo plano su voluntad y su raciocinio y adoptar en su lugar un nuevo método de decisión de su porvenir totalmente ajeno a su persona: el azar. Asignando distintas posibilidades a los números de un dado y obligándose a cumplir los dictados de la fortuna independientemente del resultado obtenido, Rhinehart irá configurando su nueva vida, una vida desquiciada en la que, paralelamente a la evolución del personaje y como consecuencia de esta, la locura y la depravación moral irán sustituyendo a la poca cordura que le quedaba.
Y esto se hace patente no sólo en los hechos, sino también en la forma: una historia de tales características necesita de una escritura que transmita el mismo nivel de demencia. Y así lo hace notar Rhinehart. El caos de su mente se traduce en una escritura igualmente caótica en la que el autor no mantiene una constancia ni en la propia consciencia de su persona. Así, la narración en primera persona se combina con la narración en tercera persona o el narrador omnisciente, no sólo en el mismo capítulo, sino hasta en la misma página. De igual modo, capítulos de considerable extensión se alternan con capítulos de un sólo párrafo o una sola línea, y en el relato se mezclan profundas reflexiones con diálogos banales, descripciones detalladas, alusiones directas al lector y narraciones pormenorizadas de los hechos, dando la impresión de que Rhinehart no sabe por qué decantarse. Y, sin embargo, el lector no se amilana y prosigue leyendo. El ritmo rápido y el sencillo estilo de escritura, junto con una narración respetuosa con la consecución temporal de los hechos –y menos mal, porque si no la lectura se haría imposible−, hacen que el texto se vuelva ameno y sumamente interesante, aunque sólo sea por el ansia morbosa de saber cuál es el límite de tamaño lunático.
«La locura es un cierto placer que sólo el loco conoce», decía el escritor inglés John Dryden. En una sociedad como la que vivimos, en la que el placer del loco se convierte en fascinación enfermiza del cuerdo –y a la inversa–, es inevitable plantearse la siguiente pregunta: Si esto es cierto, ¿quién es el loco entonces?
Autor: George Cockcroft (Luke Rhinehart).
Editorial: Destino.
Nº Páginas: 475.