¡Bajar a los infiernos como el Dante!

“No hay cura para el nacimiento y la muerte, sólo disfrutar del intervalo” (Santayana) reza una de las tantas frases que a jirones, parece manifestar identidad propia entre las paredes y techos abovedados de uno de los rincones más emblemáticos de la noche madrileña. Nido de literatos, de amantes de la platica, de amigos de la noche que sólo empieza, del galante devaneo y de la sangría generosa. Todo esto y más de lo que uno sepa son Las Cuevas del Sésamo.

En pleno centro verbenero de la capital, en la calle Príncipe, a la vera de Huertas, pide el cuerpo una parada de rigor. Una entrada angosta, algo cochambrosa, con escasa luz puede repeler al visitante que desconoce qué le espera bajo el nivel del suelo, pero una vez descienda las estrechas escaleras, descubrirá un cálido microclima en el que emanciparse de las prisas urbanas. Lejos habrá quedado la impresión de la bajada, aunque no la bohemia del hervidero artístico.

Fíjense en la estampa. Unas mesitas con taburetes, vestidas con un mantel de papel carmesí, camareros con pajarita y un piano, que llama a la nostalgia cuando recuerda los mejores temas del maestro Serrat – si las voces no vierten el silencio en antiguo murmullo-. Alguna escultura, pinturas de artistas del siglo XIX y del XX, muros pardos y luces galdosianas.  

Si dejamos a la vista perderse, el reloj podría dar una vuelta de tuerca y conducirnos hasta 1950, cuando Tomás Cruz, hombre de leyes y recién liberado de un presidio de cuatro años por su simple adhesión al FUE durante la República, encuentra por casualidad algo parecido a unas cuevas bajo un pequeño local perteneciente a su mujer.

Jóvenes pintores en ciernes, algunos de ellos, estudiantes de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando frecuentan el local desde su apertura y así, en el año 53, regentan su popular tertulia Alfonso Sastre, Ignacio Aldecoa, Rafael Sánchez Ferlosio y Alfonso Paso. Mucho se cuenta sobre las visita de los hermanos Machado y de los premios literarios que tienen lugar, a los que van emparentados nombres como Fernando Quiñones, Luis Goytisolo, Juan Marsé o Juan José Millás.

Generaciones y décadas diferentes que han dado memoria añeja a Las Cuevas del Sésamo sin mermar su espíritu de camaradería, de fraternal humanismo, que hubiera dicho Cruz. Ya no corren los tiempos de aquellas charlas existencialistas de la primera década, pero siguen siendo los jóvenes los que alimentan su jovial envergadura, dispuestos a la cita poética con el sorbo del afrutado vino. Quién sabe si entre alguno de estos bancos, con la mirada viva, no corre la inspiración de un artista que algún día escribirá unas letras certeras en estos altos techos, que también dieron cobijo a personajes de Rafael Azcona.

 

Deja una respuesta

Your email address will not be published.