UNA IMAGEN VALE MÁS QUE MIL PALABRAS

 

Todavía hoy recuerdo los recitales de poesía de mi infancia. A final de curso y sobre el escenario del salón de actos, alumno tras alumno recitábamos de memoria y corrido las obras de célebres poetas andaluces. Entonces apenas entendíamos el significado de aquellas palabras que rimaban, pero sabíamos que sonaban bien. Y sabíamos también que, al final de nuestras magistrales actuaciones, un orgulloso coro de padres se levantaría raudo de sus asientos para aplaudirnos como si acabásemos de pronunciar el mejor discurso de la historia.

Pero eso formaba parte del S.XX. Dentro de poco lo realmente moderno será que los escolares enseñen al auditorio un sazonador lingüístico, una bandeja de palabras de amor listas para usar o una señal de tráfico que alerta sobre peligros amorosos. Estos objetos son auténticos poemas visuales del S.XXI y no necesitan frases para hablar sobre machismo, sobre drogas o sobre precariedad laboral.

Para saber de dónde proceden hemos de remontarnos a las vanguardias que, en su afán de ruptura, rompieron también con el lenguaje sonoro y decidieron que la palabra ya había tenido suficiente protagonismo en la poesía. Así fue como surgió una nueva forma de recitar que ha llegado hasta nuestros días.

Más o menos elaborados, centrados en la denuncia o en el humor; hay para todos los gustos. Explicarlos con palabras sería inútil, lo mejor es pasearse por cualquier exposición como la que la Universidad Internacional Menéndez Pelayo acoge en el Palacio de la Magdalena de Santander y sacar conclusiones. Mientras se observan estos nuevos poemas a través de las vitrinas no está permitido añorar los recitales de la infancia; ahora ya estamos en el S.XXI.

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