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La imaginación: el refugio de la infancia

El laberinto del fauno

Las fantasías e ilusiones salvan las mentes de los niños en las peores circunstancias. Cuando se sienten inconformes con la realidad crean la suya propia, donde se cumplen sus deseos. Son unos hedonistas, están a la busca y captura de un mundo en el que impere el disfrute, el juego.

Hoy en día, la mayoría de los pequeños pueden gozar de una infancia plena, sin preocupaciones. La niñez es una etapa de la vida en la que se adquieren múltiples conocimientos y se va forjando una identidad. Los niños acuden al colegio, aprenden diversas disciplinas, están todo el día jugando, con amigos, juguetes o ambos; y carecen de responsabilidades, principalmente.

Encarna Nieto

Para Encarna Nieto (Peal de Becerro, Jaén, 1943) su infancia no fue fácil. Su padre abandonó a su familia cuando ella tenía 4 años, dejándolos sin ingresos. “No teníamos dinero. Mis tres hermanos y yo tuvimos que empezar a trabajar a corta edad para poder comer”. A los 7 años su madre la sacó del colegio, “yo no paraba de llorar, no entendía por qué me tenía que ir, me gustaba mucho ir al colegio, era muy inteligente”. Empezó de criada sirviendo a una familia; se encargaba de cuidar al bebé y de barrer y fregar. “No me pagaban nada. Solo me proporcionaban la manutención”.

Después de la Guerra Civil Española (1936-1939) llegaron años catastróficos cargados de hambre, pobreza, enfermedades, escasez de productos necesarios, como alimentos, agua y energía; y pésimas condiciones laborales. La posguerra fue la pesadilla de todos los españoles, pero sobre todo de los niños. “Yo no pude disfrutar de mi infancia, no jugué, no tuve juguetes. Tenía que trabajar para ayudar a mi familia y a mí misma”, aclara Encarna.

Los adultos de entonces poseían capacidad para entender la situación y aunque para ellos tampoco era fácil, ya que cargaban con el peso de ser los héroes que levantarían España para proporcionarle una vida digna a sus hijos y nietos; eran conscientes de todo lo que ocurría, mientras que los pequeños no.

En esos años de pesadumbre, la mayoría de los niños eran adultos en miniatura. Sin embargo, no todos sufrieron las consecuencias de la guerra. “Yo no noté la guerra. No pasé hambre. Mi infancia fue muy feliz. Disponía de todo lo que quería”, explica Gregoria Martínez (Toya, Peal de Becerro, Jaén, 1938).

Gregoria nació en el seno de una familia adinerada. Vivía en una aldea y sus padres eran los dueños del molino que hacía la harina, incluso contaban con mozos en su domicilio. Tanto ella como sus tres hermanos poseían múltiples juguetes. “Yo tenía buenas muñecas y se las dejaba a las vecinas porque las suyas eran de trapo”.

Gregoria y Encarna son mis abuelas materna y paterna, respectivamente. Dos mujeres que han tenido vidas opuestas. Dos mujeres con realidades alternativas en la misma época. Dos mujeres que comparten la misma pasión: el cine.

Películas ambientadas en plena posguerra española, años 40, como El espíritu de la colmena (1973) de Víctor Erice o El laberinto del fauno (2006) de Guillermo del Toro retratan como dos niñas Ana (Ana Torrent) y Ofelia (Ivana Baquero), respectivamente, asimilan las atrocidades que ha dejado la contienda, de un modo particular.

“La primera vez que fui al cine fue con 18 años para ver Lo que el viento se llevó”, afirma Encarna. Los corazones de Gregoria y Encarna se colmaban de gozo por el cine. Cuando Gregoria se casó construyó un cine con sus hermanos y su marido, “compramos una casa en Hornos y en el patio cogían 300 sillas y pusimos pantallas e hicimos gradas”. Los filmes los exhibían los sábados, domingos y días de fiesta. “Proyectábamos sobre todo películas de Manolo Escobar, aunque también recuerdo haber visto La Violetera. Yo me encargaba de barrer y arreglar las flores y mis hermanos de vender las entradas, las pipas y las bebidas de gaseosa”.

Los personajes principales del Espíritu de la colmena son una pareja, Fernando (Fernando Fernan Gómez) y Teresa (Teresa Gimpera), y sus dos hijas pequeñas, Ana e Isabel (Isabel Tellería). La película, enmarcada en un pueblo de la meseta castellana, arranca con una proyección del primer film que se hizo sobre El Doctor Frankenstein (1933), de James Whale, donde acuden las niñas.

Estos personajes se ven afectados psicológicamente por el impacto de la guerra. El matrimonio es incapaz de comunicarse entre sí. No se hablan, no se miran, no se tocan. Cada uno vive en su propio mundo, ajeno al otro. Parecen desconocidos viviendo bajo el mismo techo.

Debido a este trastorno, las niñas carecen de un figura paternal y maternal y quedan a merced de sus fantasías infantiles, sobre todo para la pequeña de 7 años, Ana. El cine le sirve para evadirse de la realidad y crear su propia percepción de tiempo y espacio; precursor de sus sueños.

La infancia de Ana está cargada de soledad. Esto provoca que se imagine seres imaginarios. Cree ver a Frankenstein encarnado en un guerrillero republicano que se refugia en una granja del pueblo. Ana se comunica con el supuesto monstruo, probablemente en busca de cariño, dado que carece de estímulos afectivos provenientes de su familia. Ella se imagina un mundo en el que solo ella puede ver al monstruo, al igual que ocurría en la película de Frankenstein. Empieza a llevarle comida y cuidarle. No obstante, el republicano es encontrado y asesinado.

El espíritu de la colmena
Ana con el Frankestein de su imaginación

Ana no concibe la muerte. Para sobrellevar esta situación se aleja de la realidad sumergiéndose en las profundidades del bosque donde le da rienda suelta a su imaginación. “No recuerdo haber tenido fantasías ni sueños de pequeña” Encarna estuvo trabajando toda su vida, desde los 7 años, “no tenía tiempo libre para nada, ni para pensar, ni soñar. De lo contario hubiera estudiado, era lo que más me gustaba hacer. Hubiera sido abogada”.

Aquellos que esquivaron la guerra podían permitirse ser niños, “yo jugaba con mis amigos a la rueda, a la comba, cantábamos el cochecito lere”, mantiene Gregoria. Sin embargo, para aquellos que el conflicto les dejó huella, no solo les bastaba con jugar con sus amigos, sino que necesitaban recurrir a la imaginación para aislarse de la cruel realidad. “Los demás niños no querían jugar conmigo porque era pobre”, especifica Encarna.

En El laberinto del fauno, una niña de 11 años amante de los cuentos, Ofelia, se traslada con su madre embarazada a un campamento militar donde ha sido destinado su nuevo marido; un déspota capitán del ejército franquista al que solo le interesa el niño que está esperando. Su misión es eliminar a los últimos republicanos escondidos en las montañas tras la guerra civil. Dentro del campamento, hay trabajadores republicanos que suministran a escondidas medicinas y alimentos a los rebeldes de las montañas.

Ante esta situación, en la que los adultos siguen luchando por sus ideales y matándose uno a otros, la única manera de alejarse de la realidad para un niño es la imaginación.

Ofelia se encuentra con fauno que le confiesa que ella en realidad es una princesa y que su padre la busca. Para poder regresar a su mundo debe superar tres pruebas y demostrar que es digna. En estas misiones aparecen seres imaginarios que solo puede ver ella.

Ofelia en la cama
Ofelia y el Fauno

La mayoría de estas niñas cargaron con una infancia llena de complicaciones ocasionada por la posguerra española, plantándole cara de la mejor manera posible y siempre con una sonrisa en su rostro.

Encarna nunca fue una mujer envidiosa, nunca exigió nada, se conformó con lo que tenía, “a pesar de todas las dificultades, era feliz. Aprendí que esa era la vida que me había tocado y tenía que abrazarla”. Todo lo que vivió le fortaleció como persona “no hay bien ni mal que 100 años dure. No cambiaría mi vida por nada porque he aprendido a valorarla y saber lo que cuesta ganarse la cosas”.

Gregoria fue de las afortunadas que pudo aprovechar su niñez al completo. Ella y sus hermanos tuvieron siempre lo que querían. “Yo le decía a mi madre yo quiero esto y ella me lo compraba. Todos los caprichos que he querido los he tenido”. Cuando era pequeña odiaba estudiar. “A mí no me gustaba ir a la escuela, solo quería jugar. Mis padres me llevaron a un colegio de monjas y solo estuve 5 meses porque me escapé. Ahora me arrepiento de no haber aprovechado, tuve la oportunidad de formarme bien y la desperdicié, aunque aprendí a bordar y escribir”.

El franquismo acabó con las conexiones con la realidad de muchas personas, no solo para los niños, sino también para aquellas que permanecieron escondidas durante años por los delitos de guerra que habían cometido. Por este motivo, al acabar con la realidad, la imaginación se convirtió en su refugio.

Gregoria y Encarna, las “dos Españas”, se encargaron de que sus hijos tuvieran una vida mejor. Encarna hizo todo lo posible para que sus hijos disfrutaran de la infancia que ella no tuvo, y Gregoria intentó que sus hijos exprimieran al máximo su educación.

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