Woody Allen es un artista de unas dimensiones desproporcionadas. Quizá tanto que resulta incómoda su existencia, como si perteneciese a otro tiempo y a otro espacio. Han pasado décadas desde sus odas neoyorquinas, y desde entonces el mundo ha movido tanto sus anclajes que uno no puede llegar siquiera a imaginarse cómo eran las cosas entonces, como si aquellas películas se hubiesen rodado en otro universo, uno al que quizá él si pudiese pertenecer. De todos modos, para bien o para mal, Allen ha aterrizado aquí y ahora. Como la inercia lo atrae a las cámaras de una forma que se desprende como visceral, decide seguir rodando una película por año. Estamos, aunque por poco tiempo, en 2017. Es el turno de Wonder Wheel.
Hay tres cuestiones fundamentales para entender en qué consiste su último trabajo. La primera, que Vittorio Storaro repite en la dirección de fotografía, después de ser rescatado por Allen el año pasado con Café Society. De este modo, la factura visual de Wonder Wheel se aproxima en gran medida a la de su predecesora. Se podría decir, si cabe, que en este sentido se trata de una película todavía más valiente, más conscientemente osada, más vacía de miedos. Storaro se suelta con sus juegos de luces, con su empleo del color para malear las emociones a su gusto. La paleta cromática de la película es amplísima, aunque perfeccionada con una unificadora pátina de desgaste en la textura de los fotogramas.
El diseño de producción, muy conseguido, colabora en gran medida con las luces rojas y azules de Storaro para trasladar al espectador a los años 50 que viven anidados en la memoria adolescente de Woody Allen, y a los que ha regresado al cumplir los 80, como quien vuelve corriendo a su pasado para huir de su futuro. Todo funciona también para llevar de la mano a la gente hasta las míticas playas de Coney Island, las mismas que sirvieron a Allen para introducir su infancia en la inolvidable Annie Hall. Allí, Alvy Singer recordaba de forma absurda cómo había crecido bajo los raíles de una montaña rusa. En esta ocasión, las ventanas de la casa de sus protagonistas contemplan el eterno girar de una enorme noria.
Todo en él, a fin de cuentas, es una gran noria. Su cine, sus ideas, su mente. Siempre regresando a los mismos puntos, siempre fatalista e invadido por sus recuerdos. Así aterrizamos en el segundo punto clave de Wonder Wheel: la estruendosa ruptura de la cuarta pared. En este caso, Allen lo hace a través del personaje de Mickey (Justin Timberlake), un inusual vigilante de la playa obsesionado con el teatro, el amor y la melancolía. Mickey irrumpe en la película con la siguiente frase: «quizá aquello que os voy a contar os parezca melodramático y, si soy sincero, la verdad es que pueda estar exagerándolo un poco. Pero qué le voy a hacer, así es como veo yo la vida«.
Esta, desde luego, es la forma más sutil que ha encontrado Allen para decirnos que esta es una de sus películas abiertamente confesionales. Digo la más sutil porque, desde luego, lo es más que cuando en Zelig utilizó el formato mockumentary para gritarnos que Mia Farrow lo había salvado con su amor de todas sus inseguridades; o que cuando en Maridos y mujeres lo empleó para susurrar que quizá la hubiese olvidado para sustituirla por su hija adoptiva. Recalco también el término abiertamente porque, para qué engañarnos, todas sus películas son confesionales, en mayor o menor medida.
Lo que pretende contarnos Allen es, precisamente, la misma cuestión a la que me refería al inicio del texto. No se ha librado, sin embargo, de que se haya castigado a Wonder Wheel por su melodramatismo, aun sabiendo los críticos que esta característica era una premisa de la cinta, no un defecto de su ejecución. El director neoyorquino avisa con antelación acerca de lo inadaptado que se siente, ahora más que nunca. Para los escépticos, ahí están las reacciones.
Más allá de todo eso, y centrándonos ya en el tercer y más importante punto central de la película, Allen vuelve a construir un drama profundo y emocionalmente complejo enfocado alrededor de una figura femenina. Ginny (una arrolladora Kate Winslet) es un personaje heredero de la Mia Farrow de September y la Cate Blanchett de Blue Jasmine, en lo que no es más que otro ejemplo de la gran noria que sostiene sobre su filmografía, siempre girando y girando, sin detenerse ni un solo año desde hace más de cuatro décadas.
Ginny es una mujer con una arquitectura emocional llena de flecos, frustrada por las circunstancias que la han oprimido y que ve cómo su infeliz vida con el noble y amable Humpty (Jim Belushi) y su hijo Richie (Jack Gore) -quien sufre un grave y profundamente alleniano problema de piromanía: ¿hay existencialismo en el reiterado acto de quemarlo todo?- se ve sacudida por partida doble. Por un lado, al iniciar una aventura titánicamente romántica con Mickey -el citado vigilante de la playa-. Por otro, tras la llegada de Carolina (fantástica Juno Temple), la hija de Humpty, quien aterriza buscando refugio tras desvelar a la policía secretos de su marido, directamente vinculado con la mafia italiana. Sus problemas comenzarán, sin embargo, cuando Mickey y Carolina empiecen a enamorarse.
Toda esta trama rocambolesca es resuelta por Allen de forma cruda y seca, sin caricias, siempre bailando con su fatalista ideal del romanticismo. Todos sus personajes encuentran, de un modo u otro, resolución para sus conflictos internos; todos los arcos dramáticos cierran sus círculos. Las pequeñas norias de Woody Allen siempre encuentran una armónica clausura. Pero la grande, la más grande de todas, todavía no ha dejado de girar. Se escuchan al fondo de la sala voces que aseguran que Wonder Wheel es una película menor de alguien que ha dirigido cosas tan grandiosas como Hannah y sus hermanas, Manhattan, Balas sobre Broadway o Delitos y faltas. Otros preferimos pensar que es una pieza más en la inmensa filmografía de uno de los grandes genios del último siglo.