‘Vania’ (I): el mejor teatro en una caja (y en cualquier otro lugar)

'Heartbreak Hotel', la caja donde se escenifica 'Vania'.
'Heartbreak Hotel', la caja donde se escenifica 'Vania'.
'Heartbreak Hotel', la caja donde se escenifica 'Vania'.
‘Heartbreak Hotel’, la caja donde se escenifica ‘Vania’.

Un montón de pósits en el suelo señalan al espectador el camino hacia una caja situada en el interior de una gran sala. El arca de madera, abierta solo por arriba, de color claro y de tan solo seis metros de ancho por ocho de largo, podría ser una maleta donde cuatro magníficos actores –dos de ellos ganadores de un premio Goya– y público –sesenta personas por función distribuidas en dos pequeñas gradas– se embarcan en un viaje vital, íntimo y profundamente reflexivo sobre el amor y el afán de destrucción del ser humano a sí mismo, el prójimo y el mundo que lo rodea.

Heartbreak Hotel es el nombre de este escenario en el que el director Álex Rigola versiona de forma libre, desde el 23 de noviembre y hasta el 7 de enero, en la sala negra de Teatros del Canal de Madrid, Vania (Escenas de la vida), original de Antón Chéjov. Está todo vendido. Antes del comienzo de la obra, la organización advierte que si en el transcurso de la función abandonas la caja, no puedes volver a entrar. Nadie se atreve a irse.

 

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Un globo de color verde, dos sillas de color negro, un rotulador del mismo tono, la música de un ordenador y una guitarra acústica y un bonsái son todas las herramientas, junto con las palabras, que tienen el cuarteto de excepción formado por Luis Bermejo, Ariadna Gil, Irene Escolar y Gonzalo Cunill para emocionar con sonrisas y lágrimas a los pocos privilegiados, y lo consiguen. El mejor teatro que se puede ver en una caja (y en cualquier otro lugar). Vania demuestra, tanto en su guion como en su ejecución, que la vida es el viaje y para que valga la pena no es necesario un decorado, basta con una conversación.

La proximidad, no solo física, sino emocional, entre los actores y asistentes es mínima. La sensibilidad está en los diálogos; la tensión, en los silencios. Gonzalo, Irene, Ariadna y Luis se dirigen los unos a los otros por sus propios nombres. También acuden a cada sesión con sus ropas. Los sentimientos (la única magia que existe) traspasan el papel que interpretan, parecen suyos, y el público se hace dueño de ellos, los toma como propios. La intimidad es compartida. Hasta que el final los separe.

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