El Adelanto de Salamanca. Enero de 1906. “La nueva residencia ha roto los antiguos y uniformes patrones de las construcciones salmantinas, en las que una edificación sólida, pero desprovista de gusto, reemplaza a los elegantes estilos de las casas modernas. La morada que nos ocupa (…) tiene un sello de originalidad muy de nuestro agrado, y en el interior, nada desmerece”. Probablemente, el periodista que firmó esa pieza sobre la Casa Lis recibió comentarios nada amables por su alabanza, pero, finalmente, el tiempo le dio la razón.
Si a alguien le mencionan la palabra Salamanca, le pueden venir a la mente imágenes barrocas, platerescas e incluso románicas. Pero la verdad es que el modernismo no parece ser algo asociado a la capital del Tormes. Y, sin embargo, en medio del lienzo sur de su muralla romana, se alza un edificio que poco tiene de barroco, de plateresco y mucho menos de románico. La única representación modernista de la ciudad es la Casa Lis, un museo de art nouveau y art decó que, en sus 15 años de vida, ha visto pasar a cerca de dos millones de visitantes.
Situémonos. Caminamos por la rebautizada calle del Expolio, antes conocida como Gibraltar. Barrio catedralicio. Piedra, muros toscos, contundencia. Y ahí está. Nada demasiado grande ni chocante. Sí llamativo. Tras unas verjas de forja, aparece una casa modernista, de 1905. Es la Casa Lis, que desde 1995 es sede del Museo Art Nouveau y Art Decó de la Fundación Manuel Ramos Andrade, y desde principios de siglo se eleva en mitad de la muralla charra, hacia donde extiende su fachada sur, un vistoso ejemplo de la arquitectura del hierro del XX que alcanza su máximo esplendor en la noche charra.
Y es precisamente ése el lado más conocido de esta casa, la fachada de hierro y vidrio que mira al río Tormes a la altura del Puente Romano y que pinta de color una de las postales más populares de Salamanca: la de las dos catedrales y la muralla con el puente a sus pies y las aguas del Tormes en primer plano. Y ahí, adosada a la muralla, la casa se alza como un mirador de excepción diseñado por Joaquín de Vargas para don Miguel de Lis. Los dos, tanto arquitecto como dueño, arriesgados.
Arriesgados por el volumen de la casa, nada desdeñable; por la dificultad constructiva sobre la muralla y por la diferencia de niveles entre la entrada principal de la fachada de hierro y la secundaria, puramente modernista, de la calle del Expolio; por un frente completamente diáfano y acristalado con el hierro como protagonista en una ciudad que deposita buena parte de su identidad en la piedra beige de Villamayor. Pero el que no arriesga no gana, y hoy la Casa Lis es uno de los museos en los que el continente se adecúa más al contenido.
Al pasear por el museo, no se sabe qué vino antes, si el edificio o la multitud de piezas decorativas que componen su exposición permanente. Muñecas francesas y alemanas de finales del XIX y principios del XX, joyas de maestros como Lalique, criselefantinas, figuras de vidrio, porcelana, bronce y esmalte que recorren desde el modernismo puro hasta formas más próximas a los postulados de la Bauhaus y todo tipo de objetos decorativos llenan las salas del museo. Y cumplen su función: no en vano, los artistas del Art Nouveau querían que el arte se confundiera con la vida y creaban sus obras al servicio del pueblo con el objetivo de embellecer lo cotidiano, o de cotidianizar lo bello. Y de él bebió el Art Decó para crear su propio lenguaje de modernidad, color y geometría.
Además de la colección permanente, en la actualidad la Casa Lis rinde homenaje al burlesque del primer tercio del siglo XX con la muestra Cabaret. París-Berlín años 1930, que ya ha viajado a diferentes capitales españolas. Hoy, este homenaje a la mujer de principios de siglo, tanto como ‘musa’ como creadora, ha vuelto a su casa, donde, con los acordes de La vie en rose, presenta un paseo por el cabaret y el music hall desde París hasta Berlín, y su reflejo en el Hollywood de los años 40, cuando en Europa la felicidad de entreguerras ya había pasado a mejor vida y sólo quedaban restos de stock de aquellos bailes, fiestas y ritmos que tantas obras inspiraron.
Y de todo ello se puede ser testigo en la Casa Lis. De ello, y de la luz de mil colores entrando por las ventanas, y de un paseo por los años 20 (muy felices para la alta sociedad, no sabemos si tanto para el resto) que suena a Edith Piaf y a Nina Simone, que sabe a tabaco en pipa y a Moët & Chandon y que huele a Chanel nº5.