El arte se enfrenta constantemente a la problemática de analizar los conflictos. Las grandes guerras del siglo XX han alimentado de forma inmensamente prolífica a la literatura, el cine y la música de las últimas décadas. Sin embargo, no es tan frecuente colocar el foco sobre los restos, sobre las cenizas que resultan de toda esa conflagración masiva. Sobre esa cuestión busca arrojar algo de luz la versión de Alberto Conejero de Troyanas, la clásica obra de Eurípides, dirigida por Carme Portaceli y que estará en el Teatro Español hasta el 17 de diciembre.
La Guerra de Troya es la reina de todas las guerras. Es el símbolo de la confrontación, la imagen en la que se han visto reflejados todos los conflictos posteriores: en ella reina lo emocional, lo místico, lo eterno; parece incluso que la gente que muere en sus fauces no es gente sino una sucesión de elementos de desaparición necesaria, de justificaciones de lo que ocurre. El personaje masculino de Troyanas, Taltibio (que hasta el 20 de noviembre fue interpretado por Ernesto Alterio y, desde entonces, es encarnado por Nacho Fresneda), abre la obra reflexionando sobre todo ello. Taltibio vive en el presente, en 2017, en lo que es la principal innovación que introduce Conejero a la obra original. La pretensión es obvia: mostrar que, pese a la antigüedad de la historia que nos está contando, nada de lo que la compone ha perdido su vigencia.
A partir de ahí, entran en escena las verdaderas protagonistas del relato. Las mujeres olvidadas de Troya, las mujeres que quedan tras la guerra. Con la resolución del conflicto en su contra, viven el momento de verse entregadas al ejército griego. A ser absorbidas como esclavas, como amantes involuntarias. Como deudoras eternas de una guerra en la que no participaron, de una guerra ajena. Son mujeres que pagan por una lucha de hombres. En el medio de todas ellas está Hécuba (una poderosa Aitana Sánchez-Gijón), la esposa del rey troyano Príamo, madre de Héctor y Paris.
Hécuba es el nexo, el vínculo entre una serie de mujeres que ven cómo sus identidades se pierden con el paso del tiempo. Pretende mantenerlas unidas, cohesionarlas, hacerles entender que necesitan sumar sus alientos para no perderse para siempre. La rodean su hija Políxena (fantasmagórica y ancestral interpretación de Alba Flores), ya muerta y enterrada junto a su amor prohibido por Aquiles; y también la mismísima Elena de Troya (Maggie Civantos), Andrómaca (la viuda de Héctor, interpretada por Gabriela Flores), Briseida (Pepa López) y su otra hija, Casandra (Miriam Iscla).
La frialdad del dolor
Todas ellas se revuelven en el recuerdo, en la frustración, en la soledad. Inmersas en la austera escenografía diseñada por Paco Azorín, compuesta apenas por una enorme T derribada con un andamio en su parte posterior, y en el frío diseño de luces de Paco Yagüe. Su coreografía, montada por Ferrán Carvajal, les proporciona esa pátina de misticismo, de seres de ultratumba, arrasados por un mundo que nunca se ha planteado tenerlas en consideración.
La obra se desenvuelve con naturalidad y con concretos arrebatos pasionales que la traen con fuerza abrasiva a la vida, pero es cierto que, en términos globales, se confunde ligeramente en su gélida concepción. Es Hécuba la que devuelve al espectador a la historia, la que lo enlaza todo, el personaje que construye el concepto de Troyanas. En su tramo final, cuando ella se erige protagonista absoluta, cuando todas la alzan sobre sus brazos y la hacen campear sobre ese mundo de muerte y cadáveres que es Troya, es cuando la versión de Alberto Conejero se dispara al fin, después de replantearse a sí misma durante una hora y veinte minutos.