THE WIRE: TELEVISIÓN INTELIGENTE

A nadie escapa que la vida del estudiante emancipado está plagada de padecimientos y limitaciones. Por eso, ante la (snif) melancólica ausencia del canal satélite paterno, y los nimios alicientes que proponen la pequeña y gran pantalla, se suele ver fatalmente empujado a tomar la vía secesionista del ordenador. Esto le permite conectar, ondas al viento (hossana en las alturas), con joyas como The Wire, ofrecida por la cadena de culto estadounidense HBO. Y es que, dejando las bendiciones del humor y la comedia al margen, se puede decir sin padecer de hiperbólismo parabólico que esta serie es de lo mejorcito que ha legado la tele en los últimos años.

Lo dicho. The Wire (bajo escucha, en español) es una serie policiaca, y como tal desarrolla una trama de acción, lo cual, de entrada, nos asegura que no nos vamos a aburrir. Pero es más que eso. De hecho, la investigación inicial no es más que la excusa para mostrarnos las glorias y miserias de una ciudad cualquiera (que en este caso es Baltimore), pasando del sillón del alcalde a los bajísimos fondos, donde se confirma que rutina y crudeza son sinónimos inevitables. Y lo hace sin levantar el pie de unos suburbios dominadas por narco-clanes, ya habituados a dirimir sus disputas mercantiles a balazo limpio. 

Por eso, la serie recuerda en ocasiones al trapicheísmo macarra y carismático de Los Soprano, pero eso sí, en variante negra (o afroamericana, si se lee con guantes esterilizados). Y también, trae a la memoria otro referente televisivo como fue El ala oeste de la casa blanca, por el modo en que desmenuza los tejemanejes políticos y la sumisión institucional al sacrosanto poder de las estadísticas (léase votos), continuamente maquilladas antes de ser despachadas a la opinión pública.

Porque, en esencia, The Wire es eso: una cínica palmadita en las espaldas de Montesquieu y en su bienintencionada separación de poderes. En cada capítulo vemos como se van levantando sutilmente las alfombras del primero, del segundo, del tercero, del cuarto, y hasta de un novedoso quinto, que en este caso resulta ser el del mundo de la droga. Hasta que se llega a la ágil conclusión de que todo resulta ser una misma alfombra entretejida de dólares e intereses. Y lo logra dirigiéndose a espectadores, que, ya habiendo desarrollado con relativo éxito un sistema digestivo propio, no necesitan que les sirvan en el plato una historia masticadita flotando en ketchup.

En cualquier caso, la verosimilitud de la historia sería infructuosa de no ser por el sobrio trabajo de sus actores, entre los que se encuentran chicos de la calle que interpretan a si mismos con (faltaría más) una naturalidad que quitaría el hipo a Stanislavski. Dejando, de paso, bien alejados los cargantes clichés que se suelen asociar a los suburbios negros, con happys end sobrevolados por intermitencias hiphoperas y chicos-descarriadísimos-que-retoman-la-senda-del-bien.

En definitiva, cada una de las cinco temporadas de esta serie supone una cátedra bien sentada de cómo ensamblar un guión de trece episodios con subtramas interrelacionadas con coherencia, profundidad y personajes creíbles. Y por si fuera poco, también engancha. A ver, a ver, ¿Quién dijo caja tonta?

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