¡Qué sería de nuestra vida sin las reuniones familiares! Esas en las que todos ponemos nuestra mejor cara, aunque hayamos estado practicando toda la mañana ante el espejo esa sonrisa forzada, que surge “espontáneamente” de nuestro rostro cuando vemos de año en año a esas personas que resultan ser nuestros tíos o primos. En fin… mucha sonrisita y amabilidad aparente porque en la práctica estoy convencida de que en esos momentos las mentes de todos los presentes van al unísono: pereza y desgana ante un acontecimiento que, aunque como bien dice el refrán “Una vez al año no hace daño”, nos cuesta un triunfo. Una semana antes ya estamos ensayando la vocecita de turno y los diferentes gestos de falso interés para que cuando llegue el momento en cuestión, brote de nuestro interior, y de la forma más natural posible aquel famoso: “¡Cuánto tiempo!, ¿Qué tal todo? –Fenomenal, fenomenal. Todo estupendo”.
Y así, una vez roto el hielo solo tenemos dos posibilidades: cara o cruz; es decir, o bien nos tocan los triunfos o bien las desgracias, depende del día. Si tenemos suerte y la velada va de triunfos, tras el obligado “¿Qué tal todo?”, comenzará la batalla: si uno se ha licenciado, el otro ha obtenido una doble licenciatura y el otro una doble licenciatura con un máster bilingüe, ¡faltaría más! Y así, sucesivamente ¡Qué exageración! Si es que queremos ser los mejores en todo. Eso, hasta cierto punto, es admisible pero… ¡Ay! ¡Cómo te toquen las desgracias!…. Comienza a hablar el que está resfriado y el último, como se descuide, termina asistiendo a su propio funeral. Da igual el tema o las circunstancias, todos queremos ser el muerto en el entierro.
Situaciones típicas y pensamientos que todos hemos sentidos pero… ¿Y si contextualizamos todo este “costumbrismo familiar”? Tres familias –como si no tuviéramos suficiente con una-: un matrimonio con tres hijos, otro entre un hombre maduro y una joven colombiana que tiene un hijo fruto de una relación anterior; y una pareja homosexual que acaba de adoptar una niña vietnamita. ¿El resultado? Modern Family. Todo un cóctel de lo más variopinto.
Esta serie estadounidense sigue las aventuras y desventuras de tres familias que están relacionadas entre sí a través de Jay Pritchett, su hijo Mitchell Pritchett y su hija Claire Dunphy. Los personajes suelen estar conectados y su rutina, en ocasiones, coincide.
Es fácil engancharse al hilo conductor de la trama, aunque no se haya visto desde el primer capítulo, ya que prácticamente todos siguen una estructura fija y circular: comienzan con una pregunta que será el tema principal y, a modo de entrevista, uno de los personajes de cada familia da su opinión al respecto. Los núcleos fundamentales suelen ser el padre y la vida de los niños en cada familia y el final, casi siempre, implica una dulce resolución de algún conflicto menor que acaba con más respuestas a la pregunta del principio.
En definitiva, una serie cómica que, aunque de momento solo tenga dos temporadas, promete. De momento, ha sido todo un éxito en EE. UU. (El episodio piloto fue estrenado en septiembre del 2009 con una audiencia de 12 605 millones de espectadores) y ha sido galardonada como “Mejor serie de comedia” en la 62ª edición de los premios Primetime Emmy. Modern family, toda una apuesta por el falso documental que tanto se demanda hoy en día, surgió de las historias que sus creadores, Christopher Lloyd y Steven Levitan, se contaban en la oficina sobre su familia. Idea que sin duda les ha llenado de triunfos y dinero.
Modern family o, como se llamó originalmente, My American Family (Mi familia americana); refleja que da igual la nacionalidad: americanos, españoles, ingleses, rusos, alemanes… no somos tan distintos. Como demuestra el éxito de esta serie, nos encanta saber de los demás y entrar en el día a día de las familias, nos identifiquemos o no con ellas, y con esta comedia a modo de falso documental se consigue totalmente. Entretenimiento y cotilleo son, sin duda, los dos ingredientes clave que actualmente demanda la sociedad.
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