Veinte años después de su última representación en España, la Fundación Juan March, en una iniciativa conjunta con el Teatro de la Zarzuela, recupera Los Elementos, de Antonio Literes, que se estrenó en 1705. Los Elementos es una obra barroca de teatro musical de cámara, interpretada por AAarón Zapico y cargada con ciertas pinceladas de reivindicación y de crítica social bastante actualizada que, en algunos momentos, queda desdibujada entre los vaporosos y coloridos vestidos de las cantantes y el mareante girar de una plataforma en mitad del escenario, que pretende imitar la rotación de la Tierra.
Antes de que comience la función, una voz en off empieza a relatar la desoladora situación en la que se encuentra el planeta, el daño que le ha infligido el hombre y la despreocupación hacia el medioambiente que impera hoy en buena parte de la población, al tiempo que entran en escena los cuatro elementos de la naturaleza maltrechos por la acción humana. El Fuego (Marifé Nogales) aparece fumando un cigarrillo, el Agua (Aurora Peña) acarrea un gotero de suero, el Aire (Eugenia Boix) se ve obligado a llevar una mascarilla de oxígeno y la Tierra (Olalla Alemán) aparece inmovilizada con un collarín. En los extremos del escenario se puede ver también a la Aurora (Soledad Cardoso) y al Tiempo (Lucía Martín-Cartón), que adoptan un papel fundamental a la hora de devolver al cosmos su ritmo natural.
Sin embargo, una vez que empieza a sonar la música, la alegoría ecológica se esfuma y los elementos entablan un acalorado diálogo en mitad de la noche para demostrar su valía en ausencia del Sol. Cada una de las cantantes adapta el texto de las arias y recitativos a su tesitura y también a la personalidad que se atribuye a cada elemento; de esta manera encontramos un Aire de ademán chulesco y sanguíneo o un Fuego nervioso y de carácter fuerte.
Durante toda la obra, la voz se acompaña con la instrumentación propia de la época a manos del conjunto Forma Antiqva, dirigido por Aarón Zapico, quien, además, toca el clave. Este instrumento de cuerda percutida, así como la flauta de pico, los violines, la viola de gamba, la tiorba y la guitarra barroca que intervienen en Los Elementos reproducen a la perfección la esencia de los siglos XVI y XVII, la elegancia y, en cierto modo, la ornamentación y el exceso del Barroco, algo que se puede apreciar también en la técnica con la que las sopranos y la mezzosoprano exhiben sus voces.
En contraste con la pulcritud y la minuciosidad del grupo instrumental, cerca del final de la obra se produce uno de los momentos más caóticos de Los Elementos. De repente aparece el bailarín Rafael Rivero, cubierto por completo de purpurina dorada, en representación del astro rey. Los distintos elementos quedan deslumbrados ante su presencia y comienzan a introducir en escena algunos ingredientes contemporáneos que resultan desconcertantes y tiran por la borda la estética barroca que, hasta ese momento, se había mantenido más o menos invariable. Las cantantes completan su atuendo con unas gafas de sol de plástico del mismo color que sus vestidos, alguna se atreve incluso a sacar un iphone y hacerse un selfie en mitad del escenario y juntas parecen improvisar un baile más propio de un afterhour que de un salón barroco.
Es cierto que desde el principio se puede intuir un atisbo de ruptura con la época en la que se ambienta la ópera, como se puede ver, por ejemplo, en los vestidos y casacas de las protagonistas o en la plataforma giratoria en la que se desarrolla la mayor parte de la acción. Sin embargo, este final despierta la vis cómica y hace que toda esta cantata escénica -pobre en acción y movimiento- adquiera un cariz de juego infantil, poblado de color y personificaciones fantásticas y se obvie por completo la lectura en clave ecológica que pretende plasmar, con poco éxito, Tomás Muñoz.