Política, negocios y «trapos sucios» familiares protagonizan la serie, basada en hechos reales, del director Steven Knight
Desde el primer episodio, cuando el ataúd del patriarca avanza entre el humo de la fábrica y los obreros enfrascados en sus puestos, está claro que esto no va a ser una biografía amable. Así empieza La casa Guinness, la nueva apuesta de Netflix que llega de la mano de Steven Knight. La serie, inspirada en hechos reales, cuenta la historia de la familia Guinness en ocho capítulos de cincuenta minutos aproximadamente.
Dublín, 1868. Todo nace a raíz de la muerte del fundador de la mayor empresa cervecera de Irlanda. Empieza el caos. Cuatro hijos, una sola fábrica y una lectura del testamento. En ese instante, se comienza a esbozar la personalidad de cada heredero, quienes deben aprender a combinar sus intereses para mantener el legado Guinness.
El corazón de la historia lo componen Arthur (Anthony Boyle) y Edward (Louis Partridge), encargados de continuar el mandato. El contraste entre la pareja de hermanos sirve como autopsia de cómo una familia poderosa puede autodestruirse. Mientras que el primogénito, Arthur, no tiene interés en la empresa ni capacidad para llevar las riendas, su hermano Edward es lo contrario, una persona metódica e impulsiva que carga con el apellido de la familia.
Rematan el clan Anne (Emily Fairn) y Benjamin (Fionn O’Shea). Ella es la única mujer, motivo por el cual no puede heredar nada. Pero eso no le frena, pues es quien se encarga de mover los hilos importantes en los despachos. Finalmente, el hermano pequeño, Benjamin, queda relegado como el borracho de la familia.
Completan el reparto una serie de personajes que, pese a ser secundarios, cobran gran importancia. Es el caso de los allegados a la familia destacan Rafferty (James Norton), encargado de ensuciarse las manos por ellos, o Byron Hedges (Jack Gleeson), el primo bastardo. También están los fenianos con los hermanos Cochrane, Ellen (Niamh McCormack) y Patrick (Seamus O’Hara) a la cabeza. Y es que la representación feniana cobra gran importancia, ya que en Irlanda se vive un momento de rebelión política. Los protestantes y unionistas primaban sobre una pobre minoría católica. En ocasiones, se muestran las manifestaciones de los fenianos —que buscaban la independencia del país—. La respuesta era la represión y el encarcelamiento. Podían incluso ser obligados a exiliarse, como sucede con Patrick Cochrane, líder de la alianza feniana en Irlanda.
No obstante, pese a la falta de profundidad en el conflicto irlandés, la política está presente durante toda la serie. Las alianzas políticas se mezclan con el negocio familiar. Mientras que Arthur trata de consagrar una carrera política, en la fábrica Guinness, Edward y Anne llevan a cabo diferentes proyectos filantrópicos —donaciones, construcción de hogares, financiamiento de alianzas…— con el fin de «acortar la brecha entre divisiones». De esta forma, nace el «Fondo Guinness».
Sin embargo, lo que llena la trama no son las tensiones políticas ni empresariales. Son los «trapos sucios» familiares. Relaciones extramatrimoniales, depravación sexual, abortos espontáneos, alcoholismo y enlaces de conveniencia son algunos de los secretos que los protagonistas tratan de ocultar. Pero, tarde o temprano, acaban saliendo a la luz.
Un cierre incompleto
En el último capítulo, parece que el círculo se cierra. Pero no. El día del mitin electoral todos están listos. Arthur repasa su discurso. La familia se prepara para acompañar al primogénito en su gran día. Todos en sus puestos. Sin embargo, no cuentan con una visita sorpresa.
El líder de los fenianos, Patrick, vuelve a Irlanda con intención de atentar contra el mayor de los Guinness. En medio del caos y peleas, Steven Knight deja al espectador con la intriga de qué sucederá tras el disparo del líder feniano, el cual pone fin a la serie entre los gritos de quienes se encontraban en el mitin.
Lujo entre los aires de la fábrica
Como buena serie de drama familiar y británica, es inevitable que recuerde a otras. El estilo visual tan característico de Peaky Blinders, una época y trajes que simulan a Los Bridgerton y tensiones familiares que podrían aparecer en Succesion se entremezclan en la mansión Guinness. No obstante, pese a los aires comunes, Steven ha sabido darle luz propia a la serie.
Con un carácter más contenido, crudo y menos nihilista que las anteriores, consigue realizar una reconstrucción de la Irlanda del siglo XIX. Tanto la aristocracia lujosa como las clases proletarias se dibujan con acierto. Las escenas de los interiores en las mansiones pomposas y recargadas contrastan con las de la fábrica llena de polvo y oscuridad. Los propios espacios ya cuentan historias.
La casa Guinness mezcla poder, política y drama familiar en una cuidada recreación del siglo XIX. Con el sello inconfundible de Steven Knight, se ofrece más que una historia sobre una célebre cervecería, la cual puede llegar a verse opacada en ocasiones por debajo de las ambiciones de los hermanos Guinness. Y, aunque deja un final abierto, logra un magnífico retrato.





