¿Merece la pena luchar una batalla perdida? Sin duda, la fantasía y la ciencia ficción así nos lo han enseñado. Estos géneros libran una guerra en la que no hay orcos, enanos, héroes o villanos. Ni el destino de la humanidad depende de unos pocos. En este caso el enemigo es el constante desprecio de ser considerados tan sólo un entretenimiento para niños o adolescentes. Pese a los incuestionables clásicos, un oscuro embrujo ha cegado a algunos críticos, que emponzoñan las mentes de los incautos en pos de una teórica cultura superior mitificada.
La fantasía y la ciencia ficción han sido atacados siempre con las mismas armas: que si sólo el público juvenil se emociona al saborear la primera página, que si sólo sirven para evadirse, que si existen demasiados elementos fantasiosos, creaciones imposibles y sueños irrealizables -cosa que, por otra parte, define este tipo de novelas- y, en definitiva, que no son serios ni tienen calidad. Estocadas que en ocasiones se esquivan por lo ridículo, pero que a veces, desgarran la carne y llegan al hueso. Los grandes autores del género esgrimieron argumentos para proclamar lo injusto de estos tópicos pero, pese al paso del tiempo y las grandes obras, la batalla sigue.
“La verdad sufre cuando es sometida a un análisis excesivo” afirmó Frank Herbet en la primera parte de Dune, su obra más conocida. El autor de ciencia ficción sabía bien de lo que hablaba, pues el género en el que desarrolló su carrera ha sido atacado, entre otras cosas, por ser irreal. Como si un exceso de imaginación fuese el principal defecto de sus libros. Y es que este ha sido uno de los argumentos más blandidos por los detractores: si hay demasiados elementos sobrenaturales o extraordinarios, es para niños. Se ha repetido el mensaje hasta que muchos se lo han creído -al más puro estilo propagandístico- pero, sin embargo, ignoran convenientemente los seres mitológicos de La Iliada y La Odisea. La guerra nunca es justa y las leyes no se aplican a todos de la misma manera. También en Cien años de Soledad, de Gabriel García Márquez, hay mitos y fantasmas, como en muchas de las obras de Shakespeare. Aplauden lo apasionante que resulta El Hombre invisible o la Máquina del tiempo de H.G Wells. A fin de cuentas, es la profundidad del argumento y de los personajes lo que da valor a la obra, no el contexto en el que transcurre.
La idea de que la fantasía y la ciencia ficción han de estar categorizadas inequívocamente en la sección juvenil, cuando no infantil, existe desde hace muchos años. Tantos que ahora parece imposible curar ese mal enquistado en el panorama literario. J.R.R. Tolkien y C.S. Lewis ya dedicaron ensayos a esta materia. El segundo, en 1952, ya distinguía sobre cómo hay que escribir para según qué público en su ensayo Tres maneras de escribir para niños. El autor de Las Crónicas de Narnia afirmaba: «Los críticos que tratan lo adulto como un término de aprobación, en lugar de como un término meramente descriptivo, no pueden ser adultos en sí mismos. Estar preocupado por ser adulto, admirar la madurez porque es madurez, sonrojarse ante la sospecha de ser infantil; esas cosas son las señas de la niñez y de la adolescencia. Y en la niñez y en la adolescencia son, en moderación, síntomas saludables. Las cosas jóvenes deberían querer crecer. Pero para continuar hacia la mitad de la vida o incluso a la edad adulta temprana esta preocupación sobre ser adulto es una marca de un desarrollo realmente detenido. Cuando tenía diez años, leía cuentos de hadas en secreto y me habría avergonzado si me hubieran encontrado haciendo eso. Ahora que tengo cincuenta las leo abiertamente”. El profesor británico, a juzgar por sus palabras, no veía ningún problema en el género en sí, sino el enfoque que se da al mismo.
A su vez, Tolkien, el único autor que copa dos puestos en la lista de los diez libros más vendidos del mundo –El Hobbit y El Señor de los Anillos-, era un orgulloso escritor de fantasía. A él sí se le
concede, como excepción, formar parte de la buena literatura, como un embajador en terreno enemigo. Pero él ya sabía qué mal afligía a su género predilecto. Su ensayo Sobre los cuentos de Hadas, publicado en 1947, es un certero análisis de una situación que goza de una actualidad inmortal: “La magia de la Fantasía no es en sí misma un fin, su poder reside en sus manifestaciones; y entre ellas se cuenta el cumplimiento de algunos deseos humanos primordiales, uno de los cuales es el de recorrer las honduras del tiempo y el del espacio; otro es el de mantener la comunión con los seres vivientes. Puede así darse un cuento que aborde la satisfacción de esos deseos, con o sin intervención de la máquina o la magia, y en la proporción en que lo logre alcanzará la calidad y el regusto del cuento de hadas”.
Para el británico, el problema no era en ningún caso la imaginación, sino plasmar las inquietudes con las que nos sentimos identificados. En su caso se servía de la épica y de la magia,
pero con el mismo cariño y dedicación. La clave es, quizá, lo que afirmó George R.R. Martin, autor de la exitosa saga Canción de Hielo y Fuego –conocida como Juego de Tronos gracias a la serie-, en una entrevista a La Vanguardia en el 2012: “La fantasía es una promesa de exotismo, de escape a otra realidad. Necesitamos explorar otros mundos con la imaginación, conocer gentes distantes, sentir pasiones. La gente necesita una visión romántica de la vida”. El lector necesita evadirse y, si para ello recurre a relatos de guerras con dragones, no significa que no le guste la buena literatura. Simplemente es que prefiere soñar con esos lugares y así descansar como si hubiese encontrado una posada en el medio del camino.
Por otra parte no hay que olvidar que hay ataques merecidos. Estos son los que más hacen sufrir, y no por el dolor, sino por el amargo sabor de la derrota. Los grandes autores de fantasía y ciencia ficción también conocen qué frentes están abiertos y dónde flaquean sus fuerzas. Tienen claro que no es un problema de género sino de calidad, de buena literatura o de mala literatura. Patrick Rothfuss, autor del último hito en la fantasía El nombre del Viento, se mostró implacable en el 2014 en una ponencia en la Universidad de Wisconsin. “El problema de mucha gente que solo lee ficción literaria es que dan por hecho que la fantasía consiste únicamente en libros sobre orcos, trasgos, dragones, magos y gilipolleces. Y reconozcámoslo, mucha fantasía es así. […] Sin embargo, no se nos debería juzgar por nuestros mínimos denominadores comunes. […] ¿Hay mucha fantasía por ahí que es mierda pura y dura? Sin duda. Lectura palomitera, como mucho. […] Juzgamos las cosas por lo mejor que ofrecen de sí mismas, y ahí fuera hay fantasía excelente de verdad. Por ejemplo, El sueño de una noche de verano, o Hamlet, que tiene un fantasma, o Macbeth, con fantasma y brujas; a mí me gustan también la Odisea, casi todo el Pentateuco del Viejo Testamento y Gargantúa y Pantagruel. Lo cierto es que la fantasía existía antes que la ficción literaria y, si niegas esas raíces, te estás podando tan al cero que sin duda acabarás marchito y muerto”.
No se ha firmado la paz todavía y, tristemente, no parece que vaya a hacerse pronto. Los escudos con los que se defienden los autores de fantasía y ciencia ficción no parecen ser lo suficientemente grandes como para hacer que su género favorito no se vea resentido por estos ataques. Y, por otra parte, las armas utilizadas para herir parecen estar oxidándose y mellándose, aunque usándose con la misma fuerza. Al final, como siempre, las víctimas son los inocentes que, independientemente de la edad, se aproximan a un género con ideas preconcebidas que, en los peores casos, les harán perderse una gran novela. Y mientras eso pasa, las espadas siguen en alto, como en una buena aventura.