“Estos días azules y este sol de la infancia»: Manuscrito hallado en un bolsillo

El poeta Antonio Machado

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Por Ángel García Galiano

Si don Juan de Mairena, el apócrifo maestro del poeta, hubiera estado vivo aquella triste jornada de febrero del 39, y no sólo vivo, sino, casi más importante, sano, salvo y lúcido, para su edad, el disgusto y la tristeza se hubieran desplomado sobre él al saber de la manera en que la muerte vino a visitar a su querido y algunas veces díscolo discípulo de la infancia. Él, que tantas veces había vaticinado el luctuoso derrotero de la situación política en España, él que, poco tiempo ha, había glosado con respeto y admiración la muerte del gran Valle-Inclán, se habría visto ahora impotente ante la noticia desesperada de la muerte desabrida de su amigo. Y si no, miren lo que había escrito al respecto, aventurándose lo peor de las tragedias: “Para los tiempos que vienen hay que estar seguros de algo. Porque han de ser tiempos de lucha, y habréis de tomar partido. ¡Ah! ¿Sabéis vosotros lo que esto significa? Por de pronto, renunciar a las razones que pudieran tener vuestros adversarios, lo que os obliga a estar doblemente seguros de las vuestras. Y eso es mucho más difícil de lo que parece. La razón humana no es hija, como algunos creen, de las disputas entre los hombres, sino del diálogo amoroso en que se busca la comunión por el intelecto en verdades, absolutas o relativas, pero que, en el peor caso, son independientes del humor individual. Tomar partido es no sólo renunciar a las razones de vuestros adversarios, sino también a las vuestras; abolir el diálogo, renunciar, en suma, a la razón humana».

Y esa sinrazón estéril acababa de agostar la vida de su alumno más querido y admirado. Cuánto dolor, en el alma de Mairena, de haber sabido, sano y salvo, que ya es desearle ventura en los tiempos que corrían, del fin umbrío de Machado en Collioure.

Mas sé, al menos, que le habría alegrado la noticia de esos versos virginales que el poeta garabateó en un papelillo y escondió en el forro de un bolsillo, esos versos póstumos que vieron la luz cuando el poeta, ligero de equipaje, se hizo a la mar del morir.

“Siempre que tengo noticia de la muerte de un poeta, me ocurre pensar: ¡Cuántas veces, por razón de su oficio, habrá este hombre mentado a la muerte, sin creer en ella! ¿Y qué habrá pensado ahora, al verla salir como figura final de su propia caja de sorpresas?” Había dejado escrito, no hacía mucho, el maestro Mairena. Seguro que esas o parecidas palabras le vinieron a las mientes al saber de la ignominiosa derrota de su alumno. Pero seguro que, al saber de aquel alejandrino incoado, inicio no más de un poema trunco y póstumo que, acaso, el poeta terminara camino ya de la otra orilla, “Estos días azules y este sol de la infancia”, don Juan de Mairena evocó las enseñanzas de su maestro zumbón y sabio, Abel Martín, cuando sostenía con vehemencia que la poesía, aun la más amarga y negativa, era siempre un acto vidente, de afirmación de una realidad absoluta, porque el poeta cree siempre en lo que ve, cualesquiera que sean los ojos con que mire: el poeta y el hombre, pues su experiencia vital le ha enseñado que no hay vivir sin ver (Abel Martín habría escrito “veer”, como sabemos), “que sólo la visión es evidencia y que nadie duda de lo que ve, sino de lo que piensa. El poeta –añadía- logra escapar de la zona dialéctica de su espíritu, irremediablemente escéptica” y se coloca en el ámbito intuitivo y luminoso de la Imaginación, en ese lugar de la conciencia transracional en donde anidan las imágenes más puras, en donde aguardan, en concreto, para alumbrar el camino sin retorno del poeta, ni más ni menos, que “estos días azules”, ni más ni menos que “este sol de la infancia”.

Por eso, el poeta, al final de su vida, no duda de lo que ve; en todo caso, pone en almoneda lo que piensa, la dialéctica de la derrota, la huida y la muerte amarga de la madre, la orfandad, la soledad y el frío del destierro… pero en ningún momento duda de lo que ve (¡de lo que vee!): el sol de la infancia, los días luminosos del patio de Sevilla a la sombra penetrante del azahar y el limonero. Machado ve, al morir, al escribir los versos epitafio de su muerte, un sol azul, un día luminoso de la infancia, y el sabio Mairena sabe, creo, que este poema no evoca un tiempo pasado sino que enmarca, con la precisa lucidez de quien ya nada tiene que perder, pues lo ha perdido todo (esa es la poética del olvido, que tantas veces invocara) la plenitud exacta de este instante sin tiempo o, por mejor decir, más allá del tiempo, en donde su palabra se torna transparencia exacta de lo que el poeta intuye en su esencia más honda: estos días azules, este sol de la infancia. Vale decir, elucubra el maestro, si mi Antoñito quisiera dejar cifrado, en un solo verso, el secreto exacto de su vida, quién fui, me preguntáis, quién soy, pues bien, he aquí mi testamento, mi sol azul, mi cielo iluminado, mi infancia, pero no la de los recuerdos, sino la que ahora contemplo, más allá del dolor, de la derrota y del tiempo, la de presencia pura y transparente. Y en ese momento, doliente, abrumador, don Juan de Mairena esboza, junto a la lágrima que rueda por el amigo muerto, una sonrisa de complicidad, que es como decir, si se me permite, “¡ole!, mi Antoñito”.

Fiel hasta el final a su poética, y riguroso para retratarse, autorretratarse, una vez más, “sólo tienes un verso”, le dice la amiga Parca, “sólo uno, y apúrate, que tengo otras cosas que hacer”. Y Machado no lo piensa, la luz azul, la infancia luminosa, se quedan para siempre, ahí cifradas, poética pura del acontecer diciéndose, palabra en el tiempo que lo trasciende y lo fija, en vibración estática, tersa, impecable.

Se ha muerto el poeta y, antes de irse, antes de vivir en carne y alma propia, coincidiendo con una de esas hojas, el inmortal hexámetro de Homero que tantas veces le glosara su maestro: “Como la generación de las hojas, así también la de los hombres”, nos dejó grabado negro sobre blanco, medio escondido en el forro de un bolsillo, el verso prodigioso y perfecto que cierra con broche dorado, en la felicidad extática, por fin, del presente luminoso y pleno (estos, este), la obra poética del gran poeta de la evocación y de la palabra inmortalizada por el tiempo. Ahora, en este verso, en este alejandrino, el poeta se desprende de toda condición perecedera y queda, vibrátil, todo ya pleno, más allá de la Nada paradójica que tanto le mostrara y sobre la que tanto divagara su apócrifo Maestro, porque la palabra, el arte, ha trascendido el tiempo y se ha transubstanciado en definición exacta, virginal, de un estado de ser más allá del cual ya no hay palabras y apenas se roza, con las yemas, el Silencio.

 

“Sé que habrás de llorarme cuando mueramachado

para olvidarme y, luego,

poderme recordar, limpios los ojos

que miran en el tiempo.

Más allá de tus lágrimas y de

tu olvido, en tu recuerdo,

me siento ir por una senda clara,

por un “Adiós, Guiomar” enjuto y serio.

Mairena, y su maestro, exaltaba el valor poético del olvido, fiel a su metafísica: “se canta lo que se pierde”. Merced al olvido puede el poeta arrancar las raíces de su espíritu, enterradas en el suelo de lo anecdótico y trivial, para amarrarlas, más hondas, en el subsuelo o roca viva del sentimiento, el cual no es ya evocador, sino –en apariencia, al menos- alumbrador de formas nuevas. “Porque sólo la creación apasionada triunfa del olvido”, escribe Machado que evocaba Mairena que decía su maestro. Y así, por cierto, exactamente, en el verso póstumo.

Y don Juan de Mairena, el Bueno, el filósofo apócrifo de la muerte, el pensador gedeónico de la nada, se ve enfrentado, al oír la horrible noticia de su fallecimiento, al recibir el papelillo mal doblado con el testamento poético de su amigo, con la realidad precisa, y nada retórica, de su ausencia. Con razón, en el fondo, se negaba a pensar la muerte: “es tema que se vive, más que se piensa”, decía siempre, ante un atento Antoñito boquiabierto, “mejor diremos que apenas hay modo de pensarlo sin desvivirlo. Es tema de poesía, o más bien de poetas. Nosotros no podemos tratarlo muy en serio, por respeto a la misma seriedad del tema y porque, al fin, no estamos en clase de poesía, sino, cuando más, de poética, o arte de rozar la poesía sin peligro de contagio.”

Retórico zumbón, el discípulo de Abel Martín, guarda, tembloroso, apenado, el manuscrito, bien doblado ahora, en su propio bolsillo, y, como último saludo al poeta recién sumido en la luz, a quien ha atravesado, como un caballero, todas las tristezas, suyas y de su patria, le envía, como respuesta al suyo -tan breve, luminoso y apresurado-, a modo de renacentista congedo, el final de uno propio que se titula “Recuerdo infantil”, que un día, le viene ahora esa imagen a la memoria, les leyó en clase y, recuerda, dejó al bueno de Antoñito profundamente emocionado, porque estuvo un largo rato aquietado en la silla de enea, sin remejerse, cosa insólita de la que el poeta tomó buena nota, “este niño va para poeta”, recuerda ahora que pensó. Y con otra lágrima imposible de refrenar, le manda al sol azul y al cielo de la infancia, aquel mismo poema, cuyo final proclama:

“El niño está en el cuarto oscuro

donde su madre lo encerró;

es el poeta, el poeta puro

que canta: ¡El tiempo, el tiempo y yo!”

Ángel García Galiano

Doctor en Literatura Hispánica por la Universidad Complutense de Madrid, es profesor de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada en la Universidad Complutense de Madrid, escritor y crítico literario.

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