Que Oscar Wilde fue un virtuoso del ingenio no lo puede negar ni el más irritado de sus detractores. Ni tan siquiera la más pomposa institución catedralicia de las letras universales. Malabarista de doble filos, esteta proselitista, y convencidamente genial, Wilde poseía una agilidad verbal casi gimnástica, que resultaba, por supuesto, enormemente sugerente y efectista de cara al público.
Buen ejemplo de ello es El abanico de Lady Windermere. Dividida en cuatro tiempos, resulta una comedia teatral de enredo, ágil y divertida, situada en un ambiente aristocrático. El secreto del éxito de esta obra es común al resto de la creación artística de Wilde: la constante aplicación del humor sofisticado, con dosis de cinismo y algún toque medido de ternura, como el que se intuye al final bajo la máscara displicente de Lady Windermere, en el momento en que se despide de su hija.
Y es que, al fin y al cabo, el ingenio ha tenido siempre buena acogida, porque provoca cosquillitas en el lóbulo más erógeno de la inteligencia. Anclado en la inmediatez, se basta a sí mismo para justificarse, y como el placer sexual, tiende a repeler la intervención reflexiva. Y por si fuera poco, también reactiva la vanidad del que lo aplaude. Uno tiende a añadirse a sí mismo puntos en el coeficiente cuando se ríe de algo considerado ingenioso «lo he pillado, qué buen gusto tengo, qué listo soy».
Y qué listos somos, porque ha pasado más de un siglo desde el estreno de El abanico de Lady Windermere, y todavía la comprendemos con empatía y soltura. Puede que sea porque el humor aforístico de Wilde tenga algo de eslogan con impacto, lo cual resulta extremadamente cercano al planeta mediático en el que vivimos. No costaría demasiado imaginar alguna de sus ocurrentes frases estampadas en camisetas XXL o bajo el logo de un whisky de malta. Quizá por eso Wilde congenia a la perfección con el mundo actual: porque divierte, y presenta el hedonismo y la amoralidad de un modo irresistiblemente sugerente. Pero, por la misma inercia, se apoya más en las apariencias y en los juegos de palabras, que en el trasfondo de las mismas.
Porque de moral a inmoral solo hay dos letras, como podría haber refrendado cualquiera de sus personajes. En continua lucha de máscaras y trincheras, de la ternura al cinismo, la moral ha sido un pilar constitutivo de la obra de Wilde. Lo cual no es de extrañar, máxime si tenemos en cuenta la época en la que le tocó vivir, como súbdito de los convencionalismos del Imperio británico del XIX. Era más que pertinente y necesario levantarle las faldas al hieratismo victoriano. Y Wilde supo hacerlo como pocos.
Pero no nos engañemos: tras esa actitud se esconde un sesgo hipócrita que bien podría menoscabar el valor del mensaje. Y del artista. Porque puede que fuese un provocador, pero Wilde no fue nunca un acusador íntegro y sincero, ni mucho menos subversivo. Se conformó con ejercer el cómodo papel de bufón de corte. Como un niño hiperdotado que entretiene su talento en hacer burla de sus mayores, azuzado por las carcajadas de los parientes asistentes. Tiraba piedrecitas contra la misma gente que abarrotaba sus teatros, y escondía elegantemente la mano tras la rosa del ojal. Fue el satisfecho protagonista de un circo que le proporcionó sustento, fama y continuas adulaciones.
Hasta que, al final, el chiste se le fue de las manos y terminó condenado por un pecado de gentleman, no de artista: dos años de trabajos forzados por prácticas homosexuales. Y como eran de esperar, la alta alcurnia que antes le reía las gracias dio inmediatamente la espalda a los barrotes de su celda, en uno de los muchos cambios de humor de la sociedad, a menudo indistinguibles de la moda.
Sin embargo, fue ahí, en la cárcel de Reading donde Wilde se quitó la máscara por primera vez, dando a conocer su yo más íntimo y sobrecogedor. Sumido en una profunda depresión escribe, De profundis, una carta dirigida a su antiguo amante. En ella aparecen sentencias como “la pena, a diferencia de la verdad, no lleva máscara” o “el vicio supremo es la superficialidad”, que desdicen de un plumazo toda su producción vital y artística previa.
Queda pendiente decidir si se le debe exigir a un artista coherencia entre su vida y obra. Aquí cabe imaginarse a Sartre moviendo de arriba abajo su doctrinal estrabismo en forma de asentimiento. Pero seamos benignos: a la hora de la verdad, cada creador cataliza sus nauseas, miserias y contradicciones como buenamente sabe o puede. Y más si, encima, al otro lado del espejo se asoma con persistente lubricidad la vanidad del ego y el aplauso del público.
Y esa fue sin duda, la mayor debilidad de Wilde, lo que en realidad despierta sentimientos más cercanos a la piedad que al reproche. “Puedo resistir todo menos la tentación”, asegura Lord Darligton en El abanico de lady Windermere. Wilde también sucumbió a la tentación de hacer de sí mismo su mejor personaje, y de su vida una completa obra de arte entregada al público. Siempre único, pero casi nunca él mismo. «Había sabido crear, a modo de fachada de su auténtica personalidad, un divertido fantasma, que él interpretaba con ingenio”,decía André Gide, quien le conoció en el mustio exilio parisino que le aguardó tras salir de la cárcel.
Por eso cuesta disfrutar impunemente de obras como El abanico de lady Windermere, después de haber leído De profundis y La balada de la cárcel de Reading. Porque algo sonará irremediablemente a impostura, a pose intelectual, a la más deliciosa y superficial de las farsas. Pero el trasfondo será amargo, como lo son las verdades más profundas. Por eso, no extraña que la conciencia se subleve exigiendo algo, algo más, en el momento en que descubre que de moral a inmoral ya no hay sólo dos letras ocurrentes, sino una vida de apariencias tristemente desenmascaradas.