Descubriendo a Saul Bass

Cartel de Saul Bass para Anatomía de un asesinato de Otto Preminger

 

El calendario señalaba el año 1958 como el despegue de su carrera. Por entonces, un veterano Hitchcock, quedó prendado de la labor realizada por Bass en El hombre del brazo de oro, la última película de Otto Preminger. Tan solo unos meses antes, debutaba en el diseño de títulos de crédito para el musical Carmen Jones. Con su irrupción, los rótulos iniciales pasaron de no tener ningún interés a convertirse en parte indispensable de todo filme.

Suena el teléfono y un brusco acento británico solicita sus servicios. Es hora de trabajar. De la unión entre el maestro del suspense y el genial diseñador surgieron un cartel y una secuencia de apertura que pasaron a la historia. Sí, Vértigo, un enigmático viaje hacia la esquizofrenia compulsiva del director británico, un éxtasis sin igual rematado con la intrigante partitura de Bernard Herrmann, y la primera de tres colaboraciones que rozaron la perfección.

Un poco más tarde llegaron Psicosis y la polémica. Con una escena, seis días de grabación, 45 segundos, entre 71 y 78 ángulos y más de 50 planos, llegó el divorcio. Una mano sujeta un cuchillo que, acto seguido, provoca un oscuro receso de violencia y horror. Se trata del asesinato de Marion Crane (Janet Leigh) en la ducha del Motel Bates. Encantador.

Una secuencia legendaria no exenta de rumorología acerca de su autoría y dirección. Tras su estreno mundial, sonó la campana y los púgiles chocaron sus guantes. Al final de la contienda el jurado se pronunció; victoria a los puntos del veterano luchador londinense. Como dijo el crítico cinematográfico Roger Ebert: «parece poco probable que un perfeccionista con el ego de Hitchcock se atreviese a dejar que otra persona dirigiera tal escena».

Ese mismo año, un viejo conocido vuelve a llamar a su puerta. Preminger necesita a su sireno para atrapar al público desde el primer fotograma. El círculo se cierra. En Anatomía de un asesinato muestra su madurez en la revolución gráfica del séptimo arte. De sus entrañas arranca uno de los mejores preludios de la historia del celuloide, con la silueta de un cadáver que se completa como un puzzle, presenta una pieza esencial del cine norteamericano. Puro naif.

A finales de los 70 el clasicismo en la gran pantalla daba sus últimos coletazos, provocando su retiro parcial hacia el diseño gráfico comercial y el inicio de una nueva etapa creativa. Su ingenio desarrolló referentes de la iconografía popular como los logotipos de United Airlines o Minolta, así como el cartel de los Juegos Olímpicos de Los Ángeles en 1984.

En sus últimos años de vida, un nuevo personaje necesitaba de su impacto visual. Se trataba de un italoamericano de escasa estatura, cejas pobladas, voz aguda y parapetado detrás de unas enormes gafas de pasta graduadas: Martin Scorsese. Una amistad más tarde, la admiración entre ambos era mutua y la dinamo de estos dos creadores de sueños se puso a trabajar dando lugar a intros como los de El cabo del miedo, Uno de los nuestros o Casino, su último trabajo antes de fallecer.

Con su muerte se fueron sus colores clave; rojo, blanco y negro. Se esfumó un estilo embriagado por la graduación de la cultura pop, pero nos quedó su esencia, salpicada en un collage de diversos autores, así como unas masterpieces, de la colección privada del cineasta Gerardo Vera, y expuestas (audio y visualmente) en la Sala Picasso del Círculo de Bellas Artes (Calle de Alcalá, 42) hasta el 13 de enero de 2013. Por tanto, basta realizar un travelling con la mirada para observar una obra que va desde Hitchcock, con el que realizó sus trabajos más curtidos y brillantes, hasta Preminger, el director que hizo a Bass.

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