“El humor es tolerante, enternecedor, su burla es suave, acariciante; El ingenio apuñala, pide perdón… y retuerce el alma dentro de la herida. El humor es un vino dulce; el ingenio, uno seco; bien sabemos cuál prefiere el autentico connoiseur…”. Así era él. Tirador letal, sargento unionista, retirado a los 24, casado y divorciado en consonancia. Escritor de notables relatos, columnista sin cimientos, niño mimado de Raldolph Hearst; fatalista sin lagrimeos, subversivo por inercia y generosamente misántropo con sus congéneres; ácido, corrosivo y casi desoxirribonucleico. Genio, figura y –literalmente- sin sepultura conocida, desde que decidió seguir a las tropas de Pancho Villa a su paso por Ciudad Juarez. Ése era Ambrose Bierce, y ésta es su compilación de aforismos más reída y admirada: «El Diccionario del diablo».
Publicada en 1906, esta obra recopilatoria supuso un regalo para los ávidos lectores que seguían sus artículos en el The examiner de San Francisco. Años antes, finalizada la Guerra de Secesión, había decidido con una moneda al aire si aceptar el grado de teniente o pasar a dedicarse al periodismo. Salió cruz. Dios no es tonto. Y gracias a eso podemos hoy admirar esa agilidad mental fuera de orden, acostumbrada a verbalizar cortes de manga contra todo lo que mereciese ser criticado, que es decir mucho (y de una llamativa vigencia, dicho sea de paso).
Por eso sigue siendo un placer leer y releer las 1351 definiciones que componen este diccionario diabólico. Ahí van algunas perlas del maestro:
Aplauso: eco de un tópico.
Categórico: equivocado a voz en grito.
Certeza: la certeza absoluta supone sólo uno de los grados de la probabilidad.
Egoísta: persona de mal gusto interesada más por si mismo que en mí.
Perseverancia: virtud de poca categoría con la que la mediocridad consigue éxitos ignominiosos.
Liga: cinta elástica pensada para impedir que una mujer se salga de las medias y devaste el país.
Motivo: lobo mental envuelto en piel de cordero moral.
Radicalismo: conservadurismo del mañana inyectado en los asuntos de hoy.
Etc. y más etc. Hasta aquí queda claro: Bierce fue un vitalista empedernido afiliado por rango intelectual a la sátira filosófica. Y para ello tuvo que saltarse varias fronteras prudenciales, entre ellas la que separa la ironía del sarcasmo, como todo buen aforista que se precie. Y no es este un género fácil, no señor. Entre sus filas sólo se admite la brillantez más pura, lanzada en ráfagas concisas de doble filo, y sin tiritas esperando en el botiquín.
Cuenta, sin embargo, con multitud de adeptos (y más de una víctima) en su haber. Hablamos de los clásicos latinos, del conceptismo quevedesco, del brillante y Oscarísimo Mr Wilde, de las greguerías de Ramón Gomez de la Serna, del escepticismo ilustrado de François de La Rochefoucauld, del genio de Mark Twain, del marxismo proselitista de Groucho, e incluso de las vorágines niezscheanas de «Así habló Zaratustra». Entre todos confirman que la mala uva se ha nutrido siempre de las mejores parras de la cosecha, y que por muy seco que salga el vino, resulta una gozada bebérselo a sorbitos.
Por eso, precisamente, el ingenio aforístico mantiene un papel vigorosamente estimulante. Como una colleja que se dirige al punto más erógeno de la inteligencia, donde las muecas no terminan nunca de convertirse sonrisas. O como un balazo que acierta, justo ahí, donde más merece sangrar la herida. Por eso resulta tan refrescante leer “El Diccionario del diablo” de Bierce, porque al llegar al final, uno sospecha que se escuchará un Plas Plas Plas. Aunque no queda claro si será de aplausos o de bofetadas.