La receta es conocida: amanecen Los Ángeles con un tiempo entre borrascoso y plomizo. Extraños fenómenos dan paso rápidamente a la aparición de toscas naves con una miríada de tubos roñosos (ya se sabe que en los viajes inter-espaciales se coge mucha mugre). Se producen signos inequívocos de que los extraterrestres no vienen con la noble intención de confraternizar. Corre, salta, trepa y escóndete, porque dentro de ti hay algo que los marcianos quieren y no dudarán en violentarte para conseguirlo.
Cada vez se estrenan menos películas que merezcan la pena. Acudir al cine se está convirtiendo en una jugada de farol. Antes, cuando el ciudadano medio veía una película que no le satisfacía, podía tomarla con el mobiliario o gritar improperios a los créditos; ya no, si acaso refunfuña a la salida de la sala decepcionado, decaído aunque no sorprendido, resignado y entre cinco y diez euros más pobre. Pues bien, a no ser que usted sea millonario (ya no quedan sin turbantes) o traficante (que tenga que dar salida rápida al dinero), no vaya a ver Skyline que para algo existe Internet.
El equipo de marketing, a sabiendas de lo mal que está la cosa, no dudó en emplear las controvertidas declaraciones de Stephen Hawking, acerca de lo plausible de vida extraterrestre, para realizar un tráiler ficticio (en el sentido de que las imágenes no aparecen en la película). Tenemos, pues, una obra ficticia con un tráiler a su vez ficticio, y esto no es meta-ficción sino fullería. Además advierten que quizás deberíamos haberle hecho caso al científico, aunque no queda claro en qué sentido, porque el desequilibrio de fuerzas es tal que, aunque hubiéramos sabido la hora exacta de la invasión, no podríamos haber hecho gran cosa.
Respetando la métrica del género de visitantes extraterrestres (eso sí, coloreando sin salirse de la raya) y bebiendo (hasta la empachera) de las películas Slasher, el filme se desarrolla como un Destino final o un Scream alienígena. La empatía con los protagonistas no llega a producirse en ningún momento, ya que los conflictos emocionales están apenas garabateados y metidos con calzador. Con cada uno que muere sucede como con las moscas que en verano se precipitan sobre los tubos fosforitos y letales, quiero decir, y que Dios me perdone, el calambrazo se oye con algo de previsibilidad y mucho de alivio.
Los antagonistas (masas parduzcas con urdimbres de fibra óptica y puerto USB) tienen distintos tamaños pero siempre un cierto patrón fisionómico con aires de octópodo o arácnido. Suspendidas sobre las grandes ciudades, las naves foráneas abducen en masa a la concurrencia de forma ineluctable. Parecen apetecer de algo que disfruta el cuerpo humano, algo valiosísimo que el hombre posee de forma innata pero que no valora justamente. ¿Puede, entonces, que la moraleja de la película sea que, pese a la masificación, cada ujeto tiene algún tesoro único e irrepetible? Quién puede saberlo cuando ni siquiera los directores parecen tenerlo del todo claro.
Aún así, los fanáticos del cine de acción pueden encontrar algún aliciente; sin embargo, ni siquiera ellos podrán evitar quedarse patidifusos ante un final como de King-Kong espacial. “Al menos te sorprende”, dirán algunos, pero eso no tiene que ser necesariamente bueno: por ejemplo, si Bambi se hubiera puesto, de repente, a estudiar derecho hasta encarcelar a los asesinos de su madre, nos habría sorprendido, desde luego, pero ni Bambi hubiera sido Bambi ni Tambor Tambor.