Sarkozy debería poner por ley que todo viajero en París fuese secuestrado en el aeropuerto, estación de tren, autobús, etc., y llevado en coche con los ojos vendados hasta las vistas desde Montmartre, lo pusiesen de espaldas a la Basílica del Sacré-Cœur y le mostrasen la ciudad con la luz del inicio de la tarde, mientras una banda toca la Marsellesa.
Lo dicho sería un gran modo de empezar un viaje a París por primera (y segunda, y tercera…) vez. En mi caso no me vendaron los ojos, ni me llevaron en un coche para plantarme ante esas vistas; fue todavía mejor. Mi amigo Carlos me recogió en el aeropuerto de Charles de Gaulle. Como yo nunca había estado en París, Carlos, que llevaba seis meses este enero viviendo allí la vida erasmus, me engañó como un bellaco y me llevó hasta aquellas vistas diciéndome que íbamos directos a su casa. Me plantó ante aquel maravilloso paisaje, desde donde se ve todo París, incluida la Torre Eiffel y me dijo: “esto es lo que vas a conocer este fin de semana”.
Como los de EasyJet piensan en todo, me habían obligado a viajar con una mochila con las cosas justas para el fin de semana y con la que poder caminar por la ciudad sin problemas, así que desde esa colina empecé a conocer los entresijos y maravillas de la cuidad gracias a la ayuda de mi amigo y guía. Mientras bajábamos las pendientes y estrechas calles de adoquines de la colina Montmartre, probamos en distintos bares una bebida típica de allí, de bar en bar, de vino en vino. Así es como conocí el barrio de Toulouse-Lautrec, Degas y otros artistas, de Amelie y del Moulin Rouge, que por mucho que me habían preparado diciéndome que no valía nada por su tamaño, me decepcionó igualmente. De este modo pasamos la tarde y noche de un viernes parisino, reservando fuerzas para la dura, durísima mañana siguiente.
El sábado la ciudad está todavía más viva que el viernes. Tras desayunar en casa de Carlos croissants y caféses, mientras mirábamos cómo en su calle, en pleno barrio gay de París (Le Marais), se mezclaban los autóctonos de esa zona con los rabinos del de al lado, fuimos a las tiendas de segunda mano de la zona, llenas de parisinas y parisinos, de lo más modernos, en busca de alguna reliquia entre bolsas y bolsas de ropa. Con las manos vacías nos fuimos a dar un paseo por la orilla del Sena viendo de lejos la Torre Eiffel, pasando por delante de la casa de Quasimodo (con la que me paso exactamente lo mismo que con el Moulin Rouge) por mucho que te preparen, la impresión al ver Notre Dame está cerca del síndrome de Stendhal. Después de la cena en horario europeo, llegó la hora de prepararse para una noche de sábado en París; entre erasmus las fiestas temáticas están por todas partes. Nosotros acabamos en la que menos exigencias de guión plateaba, con máscaras, alcohol por doquier, y estudiantes de la propia ciudad que nunca faltan. Por supuesto, terminamos cantando todos la Marsellesa.
Con nuestras respectivas resacas de domingo tocaba visitar todos los lugares obligados de la ciudad, así que ya con la mochila a la espalda para volver a España en unas horas, era momento de hacer el recorrido que Carlos llama “París Express”, como destino, la Torre Eiffel. Tomamos aire y: fuimos desde Hotel Ville por la orilla del Sena hasta el Louvre, donde las colas rodeaban la pirámide de cristal de la Cour Napoleón así que desgraciadamente sustituimos la gran atracción de Mona Lisa de Leonard da Vinci, por un paseo por los jardines de la Tullerías, que bien merecen una parada y un cigarrillo en su césped. Después del descanso nos dirigimos a la dorada estatua de Juana de Arco y continuamos por la Rue des Pirámides y hacia la izquierda por la Rue St-Honoré, para llegar a la Place André Malraux, con sus exuberantes fuentes, y donde al final de la avenida se puede ver el edificio de la Opera. Desde allí pasamos por la Place de la Concorde. Fuimos a los Campos Elíseos paseando, para poder ver el Arco de Triunfo, y mientras seguíamos en busca de nuestro destino, mi guía y arquitecto me explicó que las grandes avenidas eran para que no se produjesen barricadas y los militares pudiesen atacar más fácilmente.
Tras pasar por el Pailais de Tokio, dedicado al digital Arts y hacernos las fotos de rigor en su fotomatón, llegamos a Trocadero, donde gracias a otro erasmus (también resacoso) que estaba trabajando allí, porque si no hubiese sido imposible, pudimos subir a lo alto de la Torre Eiffel. Cuando alcanzamos la cima, Carlos me dijo que ahí terminaba nuestra visita y mi viaje, hicimos unas cuantas fotos más y tiramos para el aeropuerto. Tampoco tuve la suerte de que el presidente Sarkozy me llevase de vuelta al aeropuerto pero si de que Carlos, tras discutir cuáles eran las mejores vistas de la ciudad de la luz, si las de la basílica o la torre, me dijo un secreto que todo visitante debe saber: las mejores vistas de la ciudad son desde la Torre Eiffel, porque es el único sitio desde donde se ve el paisaje de París sin ella; todo viajero debe despedirse de la ciudad desde allí.