NONO, BEETHOVEN Y LACHENMANN: ¿CUÁNDO SALE EL MONSTRUO?

La Sala de Cámara del Auditorio Nacional de Música de Madrid acogió el pasado viernes un extraordinario concierto, de tres piezas, incluido en el programa de Músicadhoy. Esta organización nos está introduciendo, esta temporada, en el fascinante Universo Lachenmann, a través de una serie de once conciertos que finalizarán el próximo junio.El Cuartero Adritti interpretó, ante un Auditorio solo parcialmente ocupado, tres piezas pertenecientes a Luigi Nono, Ludwig van Beethoven y a Helmut Lachenmann. Como viene siendo habitual, el prestigioso Cuarteto provocó la ovación del respetable, dada la particularidad de la obra interpretada, y su fina ejecución. Dos piezas contemporáneas, unidas conceptualmente por la Gran Fuga, Opus 133 del genial compositor renano.

CRÓNICA DEL CONCIERTO POR PABLO LUNA CHAO

La avanzada música conceptual de Helmut Lachenmann es, sin duda, la principal protagonista de un concierto en el que, sin embargo, tan solo una de las piezas era del veterano compositor de Stuttgart. Música concreta instrumental: una “situación acústica”, según sus propias palabras, “cuidadosamente pensada, que nos invita a abrir nuestros oídos y nuestro horizonte musical”. Lachenmann está considerado como uno de los mejores compositores del siglo XX, precisamente porque va más allá de la simple búsqueda de nuevos sonidos: el reto es, para él, redefinir la misma idea de música.

La pieza de Lachenmann, Streichquartett nº 3 “Grido”, fue la culminación de una evolución invertida que partió de un violento y siempre vehemente Beethoven, y pasaba (obra con la que se abrió el concierto) por el referente de Luigi Nono, con su obra Fragmente – Stille, an Diotima. La relación entre la música de Nono y la de Lachenmann resulta evidente; no en vano, el segundo bebe directamente del compositor veneciano. Un sonido inquietante, estructuralmente preciso y casi minimalista, pero con forma aparentemente dispersa y fruto del impulso energético o emocional. Recuerda, en cierto modo, a la música tradicional japonesa que, mediante el koto y el shakuhachi, intentaba captar el auténtico ruido de la naturaleza.

De algún modo Beethoven es capaz de presentarse en medio de estas dos obras, tan parecidas entre sí, como distintas de la del genio germano. Su Opus 133, reducido a la más estricta respiración del instrumento, podría dar como resultado el sonido de Nono y Lachenmann. Parten de un mismo concepto de violencia sonora, distintamente ejecutada, pero que deja un similar sabor de boca tras casi hora y media de audición. Una selección muy acertada, pensada, y que invitaba a la reflexión.

Quien desconociera el concepto musical de Lachenmann, y la excelencia de la Adritti Quartet, saldría del Auditorio con una extraña sensación. Tarkovsky, La Mansión Encantada: muchos esperábamos el terror tras cualquier nota. Pero el extenso reconocimiento del público experto nos devolvió a la realidad: el siglo XX, definitivamente, es el siglo del intento de ruptura constante. Ya no hay ni música clásica.

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CRÍTICA DEL CONCEIRTO POR MARÍA FRAILE

Ahí están. Los oigo. Flotando en el aire. Se alejan. Se acercan. Aparecen. Desaparecen. Silencio: ¡Vuelven a aparecer! No se van. Ahí están. Los oigo. ¡Los temo! Flotan. Aparecen. Desaparecen. ¡Silencio! Están cerca. ¡Silencio! Me chirría el oído. Afilados, como la hoja de una navaja, me punzan la dermis. Descarnada, sangrante. Abierta. Miedo. Mis poros manan miedo, angustia, tensión. No me muevo. Paralizada. Congelada. Sin parpadeo. Así me yergo. Pensamientos ajenos rasgan mi conciencia. Pensamientos ajenos, desvariados, alucinados se cuelan entre cuerdas. Se cuelan, se afilan, se colorean. ¿De color? No. Se tensan. Se estiran y llegan. Llegan. Cortan. Vuelven sobre sí. Sólo un medio. Las cuerdas son sólo un medio. De escape, de liberación. Un canal a través del que raíces podridas aprisionadas por cuatro paredes de carne sin oxigenar se liberan. Manan. Deambulan. Amenazan. Nada más, pues las cuerdas dejarán de arañarse y éstos volverán a su recluta. Dejarán de sonar. Dejarán de asustarnos. Y las liberarán. Librarán a las cuerdas de su peso para que otra clase de juicios, procedentes de mentes más o menos alucinadas, se apoderen de las mismas. Otros. Diferentes todos. Sin color, tenebrosos, dorados, tordos.., depende del receptor, pero seguro, diferentes.

Siempre. Esas notas sonarán siempre igual. Esas partituras también. Esos ojos desorbitados han dejado huella en mí. Esas pisadas sin dirección también. Pero será otra clase de pensamientos, seguro, los que lo harán en otras conciencias, pues nada, la música de Lachenmann no está al servicio de nada. De nada más que de la música. De las notas. De la articulación del sonido y el tiempo. De la creación de nuevos contextos sonoros basados en energías físicas. Únicamente. En tensiones, distensiones, disonancias… En nuevas formas sonoras en las que el silencio, si es que tal existe, si es que no atinamos a escuchar el sonido de la sangre corriendo por nuestras propias venas, tenga tanta o más importancia que el sonido. En nuevas formas de componer que provoquen choque, conmoción, e incluso a veces rechazo, situando al espectador ante una esfera de preguntas. En una situación en la que no sólo se vea impelido a abrir su mente a nuevas sonoridades y formas de hacer música, sino también a adoptar una actitud activa en la que no pueda eludir los resuenes de aquella pregunta esencial y común a todas las manifestaciones del arte del siglo XX enmarcadas en el concepto de vanguardia, ruptura e innovación, principalmente, a partir de los años 60: ¿Qué es el arte? ¿Qué es la música? Es aquello que te invita a pensar. Es aquello que te hace sentir. Es aquello que se vuelve sobre sí mismo y rompe barreras. Es aquello que cabalga sobre el polvo añejo de sus antepasados. Pisándolos, absorbiéndolos y engulléndolos para tomar impulso y bucear por los surcos del infinito. Era aquella mirada enajenada ante las notas que interpretaba. Eran aquellos movimientos secos que aquellos cuerpos hacían. Eran aquellos sonidos emitidos por los instrumentos de cuerda de aquellos genios. Era aquella atmósfera creada por el cuarteto Arditti al tocar las notas de Nono, de Beethoven y de Lachenmann aquella tarde. Extraña. Alucinada. Exaltada… Enguyente.

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