NO HAY QUE MATAR A UN RUISEÑOR

Escena Matar a un ruiseñor

Ganó el Pulitzer en 1961 y, un año después, se llevaba a la gran pantalla y conseguía el Oscar al mejor intérprete masculino (Gregory Peck) y al mejor guión (Horton Foote). Así de rápido sobrevino el éxito de Matar a un ruiseñor (To kill a mockingbird), la primera y única novela de Harper Lee, y así de rápido parecen suceder los hechos en la película dirigida por Robert Mulligan si has disfrutado antes de la incursión literaria de la escritora estadounidense.

Escena Matar a un ruiseñorLee parte de una gran ventaja: 410 páginas. 410 páginas en las que la mirada inocente de una niña no entiende cómo las personas que acaban de condenar a un negro por el color de su piel son las mismas que denuncian la persecución nazi de los judíos en Europa. Una mirada que no entiende por qué no está bien alzar los puños si alguien intenta hacer daño a Atticus (su padre) o a su hermano Jem. Una mirada que no entiende por qué el nuevo sistema educativo le prohíba aprender a leer.

El estandarte de la llamada “generación de la televisión”, en cambio, cuenta sólo con 129 mezquinos minutos. 129 mezquinos minutos para narrar por qué se lleva a juicio a un negro que sólo pretendía ayudar; por qué negros y blancos se sientan por separado en el tribunal, y por qué no hay que denunciar al asesino de un criminal. El resumen, la elipsis y la omisión parecen, en este caso, algo irremediable e incluso natural, aunque el receptor eche de menos algunos detalles en este comprimido lenguaje audiovisual. Pero si la propia autora quedó encantada con la adaptación de su novela, no nos debiéramos escandalizar por la mutilación de alguna que otra escena.

Al fin y al cabo, tanto el lector como el espectador aprenderán que los ruiseñores no estropean los frutos de los huertos ni anidan en el maíz. Los ruiseñores sólo cantan para alegrar; por ello, nunca los debemos matar.

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