Vida y muerte. Dos palabras que resumen el sentido de la existencia; el pálpito de un corazón desde que empieza hasta que deja de latir; la pervivencia de creencias y de diálogos con el Más Allá. Alentadores para unos, absurdos para otros, pero casi siempre, empapados de interrogantes y de incomprensión. Como el diálogo que se establece al cruzar la mirada con esos atletas, sacerdotes, mercaderes o floristas cuyo rostro, allá entre los siglos I y III después de Cristo, un “delegado de la muerte” se encargó de estampar. Enigmático e inquietante.
Tú y ellos. Su mirada en la tuya. El tiempo ha pasado. Casi dos mil años. ¿Por qué siguen vivos? Su cuerpo, en algún sarcófago, su piel resquebrajada por la humedad, sus ojos, abiertos, su mirada, viva. El tiempo transcurre, su mirada perdura. ¿Por qué? Hace dos mil años murieron, su mirada despierta. Eterna, como ese viaje al Más Allá que iniciaron el día en el que su corazón dejó de latir; como la huella que ese pincel “de la muerte” dejó sobre esas tablas. Letal, al perfilar de forma precoz el contorno de la misma; vital, al burlar su llegada perpetuando las facciones de la vida.
“Esto ha sido y ya no es”, “esto fue e iba a dejar de ser” decía Roland Barthes al referirse a una fotografía. También “fue” la vida de los rostros estampados en esas “fotografías” realizadas con pincel en tierra egipcia bajo dominio romano hace dos milenios; de los protagonistas de esos retratos que, fundiendo la técnica griega de pintura a la encáustica, el estilismo de la indumentaria romana y la creencia egipcia en el Más allá, fueron realizados para acompañar al difunto en su viaje al otro mundo, anticipándose a su muerte, dotando a su alma de un sustento físico en el que seguir reconociéndose y perpetuando su vida.
Vida y muerte en una mirada; en una mirada desconchada, fracturada ante la llegada de su fatídico destino, pero también intensamente adherida a aquello que intuye que algún día perderá: su propia vida, tornándose, como vasija reconstruida tras haberse hecho pedazos en el suelo, según dijera John Berger, más valiosa, y su recuerdo, como el del emigrante que marcha para no volver, más preciado.
Ahí el enigma. Me postro ante el objetivo de la muerte frente a un fotógrafo, frente a un fotógrafo con pincel, frente a una mirada que, librando una cruzada a la muerte, trata de recortar la mía sobre un trozo de madera, perpetuándola en el tiempo, en el recuerdo y en la mirada de todo aquel que se cruce con ella. Dialogando, interrogando.., tratando de descifrar el ardid responsable de que unos retratos pintados hace siglos para asistir a la muerte, burlen su efectividad dos mil años después, tornando la mirada actual y atemporal a la vez, portadora de muerte y exultante de vida…
Photo España 2011, Retratos de Fayum, Museo Arqueológico Nacional, del 1 de Junio al 24 de Julio.