LAS SOPAS DE AJO DE EL TXOKO

Dibujo Sopa de ajao

Florián Rodríguez. Es el cocinero de moda en San Sebastián. A su restaurante, El Txoko, situado en pleno puerto de la norteña ciudad, llegan, cada semana, postales de agradecimiento enviadas por clientes de todos los rincones del mundo. Quien lo visita no lo olvida, se comenta en la zona. Y a juzgar por los platos «rebañados» que hay sobre las mesas del comedor, debe ser verdda. Llaman a comer. Su sueño era ser piloto de aviación y lo intentó, aunque sus casi dos metros de altura eran demasiado para las reducidas cabinas de la época. Estudió para ello, y le costó, pero jamás consiguió encajar en el asiento. Quiso, luego, ser crupier, pero una fractura de muñeca truncó su ilusión cuando empezaba a despuntar. Rebotado, se confinó en una cocina. Y ya no salió más de allí. Por lo visto, acabó cogiéndole el gusto y hoy este zamorano cosecha del 54 no se recuerda sin delantal.

Mientras se sienta en una mesa desde la que se ven los barcos, azul Donostia, regresar, entre suaves olas, a la lonja tras una jornada de mar, Rodríguez, acostumbrado como está a las idílicas vistas, repasa, casi para sí y con los ojos paseando por las viejas vigas de madera que sostienen el techo del salón, el camino recorrido desde que dejara su tierra natal, Villalube (“city”, añade), hasta hoy. Primero tímidamente, luego ya más resuelto, habla de cómo, al final y totalmente por sorpresa, se descubrió mañoso en la cocina y cómo, sin darse cuenta, se vio al frente de su primer negocio. Tras aquel, vendrían otros dos “ensayos” hosteleros y, después, la apertura del Txoko, perla de la gastronomía local que regenta junto a su mujer, Asun.

De aquello hace ya veinticinco años, tiempo más que suficiente para conocer al cliente. Al dedillo. “No te lo imaginarías, ¡desde la barra se distingue quién es de casa y quién es paisano adoptivo! Aquí tenemos bastante más costumbre de salir a comer por ahí que en otros lugares y eso se nota. El vasco se cuida mucho. Es exquisito, aprecia la calidad en la cocina, la busca, y valora el detalle en el resultado final. El extranjero recurre más a lo tópico, es más rígido, arriesga menos cuando se trata de llenar el estómago”, explica. Y come, con mimo, paladeando, con los ojos tan solo entreabiertos. “Pastel de txangurro. Nada más rico en el mundo para hacer hambre”. Y es verdad. Está fabuloso.

En un arrebato, confiesa que en casa cocina bastante poco, que es más de preparar algo rápido. Resulta inevitable comentar, entre tostada y tostada, la proliferación y el éxito del fast-food, por aquello de las prisas. A este respecto lo tiene bien claro: es de aquellos que cree que en la comida, como en la música, hay momentos para todo. “Hay espacio para todos los tipos de cocina –esgrime-. La gente joven se abre más a ellos, por rapidez y precio. Es normal y necesario. Si tienen treinta euros para el fin de semana, no los dedican a comer un pescado fresco… Prefieren gastar cinco y luego tomarse unas copas. ¡Yo también lo haría!”, y ríe con una risa contagiosa. Mucho.

Lo mismo opina del kalimotxo (“si el cliente disfruta tomando un buen vino con cola, ¿quién soy yo para decirle que no?”), pero por lo que no pasa es por lo de comer con la televisión encendida. Lo tiene prohibidísimo. De hecho, la única que hay en el restaurante está fuera del comedor y sólo se enciende los días de partido. “Comer es una actividad que requiere de todos los sentidos: el olfato, el tacto, el gusto y también la vista. Para gozar sentado a la mesa hace falta poner toda la atención en el plato, dedicarse a él y al resto de comensales. Charlar, degustar los sabores… Eso no se puede descuidar, aunque sea una actividad diaria”.

Una camarera (su hija, indica) sirve un revuelto de cigalas a la a mericana aún humeante entre los dos. Me invita a hincarle el diente. Obedezco. Me acerca un platillo con pan horneado “en casa”, para empujar. La misma chica se desliza hasta la mesa para servir sendas copas de un vino blanco. Barrastrojuelo, indica Florián. Buf. Demasié. Cocinero y comedor experimentado, nota el efecto causado. “¿Goxoak (ricas, en vasco), eh? Son de aquí. Las cogen a apenas unos kilómetros”, puntualiza.  Es su plato favorito, aquel que pediría si por, algún casual, se viera en la coyuntura de tener que elegir su última cena. Y no me extraña. Aunque, eso sí, las cigalas han de ser “de aquí”. Y es que no es lo mismo, aclara el cocinero, el marisco vasco o gallego que el de Cádiz (más mareado por la bravura del mar) o Japón. “Esta cigala a la americana a la vasca sólo puede comerse aquí, con unos ingredientes concretos. Es como la coca-cola, el resultado y el sabor cambian dependiendo del agua y de la carne del animal”, añade, corroborando aquello difundido por la sabiduría popular que avala, no sin falta de razón, que los restaurantes temáticos en “tierra extraña”, cuanto más lejos, mejor.

“La globalización de la cocina es un tema complicado. Hoy en día uno puede encontrar un restaurante gallego, italiano, japonés o vasco en casi cualquier país del mundo y, si tienen buenos cocineros, a menudo suelen contar con una amplia clientela. Y eso es maravilloso, que sea donde sea, se pueda disfrutar de sabores de otros países. El problema está en confundir esos sabores, a menudo afectados por ese “efecto coca-cola”, con los tradicionales”.

A medida que pasan los minutos habla cada vez más convencido, casi parece aún más alto. Y convence. Y es que eso mismo, ese cuidado del sabor de siempre es lo que le ha valido al Txoko para alzarse con el premio, entre otros, de ser uno de los restaurantes oficiales del Festival de Cine de San Sebastián. Así, además de los clientes de todos los días, por él han pasado cada verano, decenas y decenas de famosos, que han dejado en aquel comedor y sus paredes de centenaria piedra caliza, decoradas con antiguas fotografías de pelotaris y marineros, otras tantas historias y anécdotas de lo más curioso.

Mientras cita a algunos de sus comensales más ilustres, desde cocina anuncian la llegada de la carne (chuletón de ternera con label vasco). Rodríguez aprovecha ese momento para excusarse un segundo de la mesa. Regresa, volando, con un copioso revuelto de hongos “para acompañar” y una carpeta de aquellas de escolar, de cartón azulado y un tanto sucia, bajo su brazo. Sin decir ni mu, se sienta, sirve la comida en dos platos, y abre el archivador con ese orgullo vasco que “se pega después de tantos años”. Y, oh, sorpresa. De allí salen manidos recortes de prensa, postales y… fotografías, decenas de ellas. El mejicano Gael García Bernal (¡por fin en mis manos!), Jhon Malkovich con txapela, Meryl Streep y mucho otros, todos después de comer, sentados en aquellos bastos taburetes de taberna “de toda la vida”, todos con los carrillos bien sonrosados junto a aquel hombre de palmas anchas y dedos finos, ahora con canas, ahora sin ellas, en ocasiones fumando y en otras sin cigarro en las manos (“ya lo dejé, pero antes… no paraba”).
Da cuenta de la ternera, mientras se detiene en una fotografía. Gloriosa chuleta. En ella se ve a una mujer mayor, tomando un caldo humeante, sentada en un taburete y con una servilleta de cuadros colgada del cuello. Una estampa de lo más normal si no fuera porque las anciana va maquilladísima, con un moño en la nuca digno del mismísimo Calatrava y porque viste un traje de raso rojo (y unas joyas); un atuendo poco habitual por la zona de pescadores. “Es Tippi Heddren, la madre de Melannie Griffith”.

Pensaba que era un leyenda, pero no. Según comenta, entre risas, el hostelero, la protagonista de Los Pájaros de Hitchcock “en una visita a San Sebastián rechazó hasta diez lujosos comedores. Ninguno le convencía. Aquel año, era la estrella invitada al Festival de Cine, así que imagina el estrés que había en la organización por que encontrara todo a su gusto… Nos llamaron casi a la hora de cerrar, ya desesperados, porque la señora se negaba a ir al resto de restaurantes y no sabían qué hacer. Sólo quedábamos nosotros”.

Eran los primeros años del Txoko, todos los camareros se habían ido ya a casa y sólo quedaba Florián, recién estrenado al frente de su negocio, en el restaurante. Así que, hecho un manojo de nervios, dice, pasó la peor hora de su vida esperando a que llegara la figurante. En ese tiempo, preparó, como pudo, algunos de sus mejores platos, esperando estar a la altura de la situación. La mayor de las sorpresas llegó, cuando al enseñar a aquella señora su cocina, ésta quedó antojada por un plato arrinconado, el que tenía preparado para cenar él, unas “simples sopas de ajo”. Pidió que se las sirviera y él, asustado, no supo como explicarle que aquello no era más que una sopa cualquiera, fría y alejada de cualquier glamour al que la estrella pudiera estar acostumbrada. Así que la calentó y se la llevó a la mesa. ¿El resultado? “Cuatro raciones de sopa para Tippi Heddren, la risa de toda la prensa y el establecimiento de El Txoko como restaurante de cocina tradicional. Aquel día me di cuenta de lo que valora el cliente los platos de siempre”.

¿Y la cocina tecnoemocional o molecular? ¿Será una mala alternativa gastronómica para los más puristas, entonces? Aunque el visitante no la encontrará en el menú de este clásico donostiarra, el de Zamora demuestra, una vez más, tolerancia por lo distinto. “Hay mucha polémica en torno a ella, en muchas ocasiones por desconocimiento o, incluso, por envidia. Palabras como investigación o ciencia asustan a la hora de hablar de comida; pero la realidad es que reacciones químicas hay en casi todas las elaboraciones. Al freír un huevo, al hacer una bechamel o un guiso; ahí también las hay, y nunca nos hemos llevado las manos a la cabeza por eso, ¿por qué íbamos a hacerlo ahora?”.

Casi dan las cinco y los últimos comensales se despiden, palmada en la espalda incluida, de Florián. La misma camarera de antes se acerca a la mesa para encender la luz del comedor y acercar el postre, arroz con leche casero. Apenas se aprecia la silue ta de los barcos anclados en el puerto cuando clavamos la cuchara en él. Es la hora de cerrar. “Es por las licencias, ya sabes lo serios que se han puesto con el tema en el ayuntamiento”. Así que mientras apuramos el manjar y, ya en la puerta de El Txoko, me despide con un caluroso abrazo, como viejos amigos, apenas queda tiempo para una última confesión. ¿Su truco? La sal. Antes y después. De a poco. Y el cariño como condimento siempre presente en sus platos. Y con los clientes. A medida que me alejo, zigzageando por las calles del casco viejo de Donostia, me explico aquel empecinamiento de la vieja actriz en probar las dichosas sopas de ajo. Y me echo a reír, cómo no. Vaya con la Heddren… Y vaya con Florián Rodríguez. Menudos.

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