LA VIDA POR DELANTE: DEMÉRITO DE APLAUSO

Escena de la obra entre Momo y Madame Rosa

Un mastodóntico cartel de Concha Velasco (grotesca y prostibularia) anuncia la obra La vida por delante en el teatro La Latina. Comandados por Josep María Pou, Rubén de Eguía, Carles Canut y José Luis Fernández completan el reparto de esta adaptación de la novela de Romain Gary. La obra gravita en torno a una ex-prostituta (Concha Velasco) superviviente de Auschwitz que se hace cargo de niños abandonados en su casa parisina. Momo (Rubén de Eguía) es el único que aún permanece allí.

Escena de la obra entre Momo y Madame RosaComo una de cada dos obras situadas en la capital francesa, La vida por delante abre con «La vie en rose» de la inconmensurable Edith Piaf que, sin embargo, parece ser que sólo interpretó una canción en su borrascosa vida. Para éxtasis del provecto auditorio, Concha Velasco hace acto de presencia con diversas chanzas de teatro amateur que en cualquier otra circunstancia no tendría gracia. Sólo una gibosa y agrietada Velasco puede reajustarse la braga-faja con reacciones hilarantes en el auditorio. Uno ya no sabe que esperar, porque lo que parece una desvaída obra de los Quinteros con ramalazos de cine mudo, se anunciaba como una tragicomedia entre existencial, racial y religiosa, según el anafórico y grandilocuente texto de Pou en el programa (“vidas que no sé qué, una vida que no sé cuánto, otra vida que no sé quinto…”). Quien mucho abarca poco aprieta, al menos no tanto como una braga-faja.

No se hace esperar la segunda aparición estelar: Momo, muchacho árabe de edad indeterminada y ostentoso retraso mental, irrumpe con dinamismo saltarín en la escena como contraste a la vejez ralentizada de Madame Rosa. Abre la boca para articular frases con un cadencia estrambótica, repetitiva y del todo insoportable, como si tuviera un flato renuente anclado en la tráquea, como en constante eructo. Queda la esperanza de que no hable mucho, no obstante, poco tiempo después se erige como narrador principal hasta el final de la obra. Tampoco guardará el decoro con su personaje, y mientras se explotan equívocos lingüísticos dada su inhabilidad mental, emplea vocablos esmerados en pequeños monólogos que salpican el trascurso de la representación.

Demasiado encorsetada en el chascarrillo sin gracia y tópico, cuando llegan los momentos melodramáticos lo hacen repentinamente y sin convicción. Las conclusiones se precipitan sin fundamento real a pesar que se intente acudir a una ambigüedad que se antoja más políticamente correcta que sincera. El histrionismo cómico resta comunicabilidad al trasfondo moralizador del mensaje, porque las escenas que provocan la risa (haberlas haylas) no llegan a trascender y desentonan con las conclusiones del tercer acto. Desde luego el problema es de escritura, y aunque los actores intentan defenderse como gatos panza arriba, parece no ser suficiente.

Los rostros de mis tres acompañantes parecían comulgar con mis opiniones, sin embargo, echado el telón, el patio de butaca y gran parte del primer anfiteatro prorrumpió en una ovación cerrada. Puede entonces que yo esté equivocado o que el teatro estuviera atestado de señoronas sesentonas fanáticas de Concha Velasco que habían fletado autobuses desde provincias. Salimos de duda cuando el público dejó de aplaudir (lo estaban haciendo como para romperse las manos) y la Velasco pidió silencio para pronunciar unas palabras de agradecimiento, alejándose así de su personaje para volver a ser lo que era y quizás nunca dejó de ser: Concha Velasco (acabada la obra, el actor calla y se ensombrece, la figura habla y agradece). Su breve intervención se vio salpicada de piropos y elogios como “¡bravo!”, “¡guapa!”, ¡eres únicas!” y otros por el estilo que, seguramente, traían preparados desde casa como el tupperware de tortilla.

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