“Él ha trabajado con animales, con plantas. Se ha centrado en lo orgánico. En la vida y la muerte, y en cómo de la muerte surge vida. Estaba obsesionado en ese momento”. Asela Pérez Becerril define así una de las facetas del artista Hugo Bruce.
Resulta complicado conocer la biografía de Bruce a través de la red. Mi primer contacto con él se da en el Espacio Valverde, una breve galería situada en el corazón de Madrid que descansa sobre la pasión de Jacobo Fitz-James Stuart y su mujer Asela. “Estas obras son de Hugo Bruce, sobre el cielo y el infierno. Se basó en William Blake”, describe Jacobo una urna que alberga a un hombrecillo alado atado a un esqueleto reptante. Junto a ella, una torre de calaveras se entrelazan hacia un cielo de cristal.
Por la oscuridad de su obra podía atisbar la personalidad de Bruce. Ante la imposibilidad, por motivos temporales y geográficos, de entrevistarle, necesitaba saber cómo le percibían aquellos que le habían conocido. “Es un encanto de persona”, sonríe Asela, sentada en el despacho de Valverde entre una marabunta de papeles y cuadros, “es muy poético, muy peculiar. Tiene unas ideas buenísimas. Vive en Barcelona, pero tiene familia en Londres, así que va y viene”.
Jacobo cede el protagonismo a su mujer mientras contesta a las incesantes llamadas de sus dos teléfonos móviles. Ella, toda rasgos de porcelana y conversación romántica, siente adoración por Bruce: “Todas sus ideas son como es él: tal cual es la obra, tal cual es él. Es muy poético, y crea unas relaciones muy británicas, con mucha ironía. Curiosamente le gusta mucho España para vivir, lleva unos quince años en Barcelona. Habla muy bien español, pero con acento: está instaladísimo aquí, pero es inglés, inglés, inglés. Y además es muy trabajador y se implica al cien por cien con el montaje. Viene aquí, coge el lapicero y empieza a medir”.
El artista británico emite, a través de su obra, un aura mística que parece estar vinculada a sus relaciones familiares. “Su padre ya murió. Es un hijo muy pequeño de padres mayores. Está muy en contacto con ese tipo de escalón de edad tan grande… siempre ha crecido con gente mayor. Su madre es una escritora inglesa de ochenta y tantos años. Tiene una mentalidad muy peculiar y creo que tiene que ver con eso”.
Esta percepción de la temporalidad ha ido evolucionando en Bruce de modo progresivo. Al principio trabajaba con animales y plantas: “hacía cosas muy bonitas de bancos de peces, con movimientos muy interesantes, en bronce y en formatos bastante grandes. Imponentes”. De ahí pasó a las mezclas genéticas entre ambos: “vimos pájaros que tenían alas de planta, mezclas entre un cactus y un cangrejo… su cabeza se metió en lo biológico y lo orgánico”.
A través de La isla flotante, El árbol de la vida, El rito de la primavera, La muerte de un ecologista y una infinidad de minuciosas figuras de títulos no menos estrambóticos, Bruce difunde “una muerte regenerada, semillas, personas muertas de las que surge algo”. Esculpe una oda a William Blake y su The Marriage of Heaven and Hell, a la contraposición entre la energía y el cuerpo, lo eterno y lo finito.
En febrero, el Espacio Valverde será testigo de un paso más allá de Hugo Bruce, “la poética, cuando lo que surge es el pensamiento, el qué hay después”, comenta Asela. “Esta última obra es un poco ida de olla”, acuña, sincero, Jacobo, “lo que ha hecho ahora es mucho mejor”.