Era una tarde de lluvia, fría, tan fría; en un pequeño rincón de Madrid, que por un rato se hizo nuestro. Ante números encendidos que coronaban el escenario, eco del tiempo que estaba marcado, se hizo el silencio cuando ella habló. Temblamos. Entre lágrimas soltamos una carcajada y, después de reír, de mucho reír, volvimos a llorar. Se quebraron las paredes que nos envolvían y se enmudecieron los relojes. Así es como la actriz Mona Martínez consiguió controlar las emociones del público en aquel 25 de noviembre, cuando el telón se abrió por primera vez para representarnos la obra Óscar y mami Rosa.
A través de cada uno de los personajes que interpretó nos arrastró con fuerza hacia el interior del guion, recorriendo de su mano un interesante monólogo que nos mantuvo atentos desde la primera palabra hasta la última. Ella desaparecía ante nuestros ojos expectantes y, en su lugar, formas de niños y de luchadoras llenaban de vida el escenario. Con cada gesto, con las expresiones de su rostro, consiguió apoderarse de todas las sensaciones que invadían las repletas hileras de butacas que los espectadores ocupábamos. Personas que ya conocíamos la historia y que, gracias a ella, la vivimos en nuestra piel.
Este cuento de invierno, escrito por Emmanuel Schmitt, uno de los autores contemporáneos más representativos de Francia, se atreve a adentrarse en los misterios de la vida, en el peregrinaje de buscar a Dios para encontrarse a uno mismo. Ahora, de la mano del director teatral Juan Carlos Pérez de la Fuente, nos trasladamos a los doce últimos días de la vida de un niño enfermo de cáncer que, no por arte de magia, sino por una vívida imaginación, logra convertir en ciento veinte años. Ciento veinte años de sueños, de historias con un principio y un final, de anhelos cumplidos, de momentos que se quedan guardados. Ciento veinte años de infinitas sensaciones que los espectadores tuvimos el placer de sentir en solo ochenta minutos. Porque cada instante cuenta, cada segundo es una vida entera.
»Un poco más», nos pedía el cuerpo, pero Mona Martínez ya se estaba despidiendo. Conocíamos el final de la obra y, sin embargo, nos quedaba el recuerdo de algo completamente diferente. Un sentir agridulce que cobró intensidad a través de los aplausos que resonaron en aquel pequeño rincón de Madrid; al tiempo que, uno a uno, los espectadores nos íbamos levantando. Director y actriz se cogieron de la mano y el hogareño escenario que habían creado para nosotros se iluminó por última vez.
Hasta abril todavía podremos disfrutar de esta obra en la Sala Arapiles 16, un refugio en la gran ciudad.