“Hasta que la muerte os separe”. Es esta la frase que proclama con solemnidad el sacerdote frente a los amantes antes de su eterna unión. Pero también el fin de la propia existencia es la única forma que algunos de estos amantes encuentran para soportar la separación del otro. El de las muertes por amor es un desenlace inmortalizado en toda clase de relatos. Desde las narraciones mitológicas de Orfeo y Eurícide o de Tristán e Isolda, hasta las tragedias teatrales de Romeo y Julieta o Calixto y Melibea, pasando por pasiones borrascosas como la de Heathcliff y Katherine en materia literaria. En el caso de la danza, la historia de Giselle es sin duda el máximo exponente.
Conocía de sobra el argumento cuando me senté en las butacas del Auditorio de la Universidad Carlos III pero nunca antes había visto el ballet. En esta ocasión era The Crown of Russian Ballet la compañía encargada de representar el drama de la inocente campesina que es seducida por un noble que oculta su condición y que, tras descubrir la verdad y el compromiso de éste con una dama de clase alta, no puede soportar el dolor del engaño y abandona el mundo de los vivos. Aunque la obra data del S.XIX hay que reconocer que el sufrimiento por un engaño amoroso no puede ser más atemporal, sí que es cierto que ahora preferimos ahogar las penas entre Martini en una noche de amarga juerga que morir de agonía amorosa, (de algo han debido de servir los siglos de diferencia). No obstante también es verdad que, de elegir la opción más drástica, pocos galanes arrepentidos encontraríamos ahora capaces de bailar exhaustos sobre nuestra tumba al compás de la danza de los espíritus de las novias abandonadas por sus prometidos (y es que la evolución se lleva a veces consigo el romanticismo).
Pero decidí dejar a un lado los paralelismos y me centré en la obra. La obertura, sin orquesta en directo, no aportó mucho encanto al comienzo de la representación pero una primera bailarina de sobresaliente estaba allí para contrarrestar tal efecto. Pese a que la coreografía está orientada al lucimiento del elenco femenino, el papel del campesino protagonista fue uno de los más aclamados por el público, pero no así el de la reina de las Willis dentro del segundo acto a la que no le faltaba técnica pero sí expresión.
La compenetración de los bailarines y una agradable exhibición de portés y piruetas regalaron al espectador momentos mágicos reforzados por una cuidada escenografía que incluía algunos efectos, como el uso del humo del segundo acto, que aportaban un toque de misterio que facilitó aún más la inmersión del espectador en los giros del ballet. El telón se cerró entre aplausos que tardaron su tiempo en disiparse. Con el tradicional saludo de los bailarines el espectador abandonaba poco a poco el romanticismo del S.XIX para volver al mundo real.
La corona del ballet ruso estuvo a la altura del clásico pero se echaron de menos innovaciones del mismo más acordes con los tiempos actuales; algo a lo que sí se han atrevido coreógrafos como Mats Ek, que ha creado una nueva versión de la obra para el Cullberg Ballet, o David Dawson que lo ha hecho para el Semper Oper. En el primero de los casos la consecuencia del desamor no es la muerte sino la locura escenificada en un manicomio que poco tiene que ver con el reino de las Willis; Dawson sin embargo se mantiene fiel a los valores del original pero eso sí los reviste de modernidad y les aporta un toque minimalista. Aunque siempre está la posibilidad de renovarse, lo que es seguro es que, por muchos años que pasen, historias como la de Giselle están muy lejos de morir.