‘El insulto’: el dolor tras la cortina

Fotograma de El insulto.
‘El insulto’ parte de lo mínimo para contar la historia de una zona del mundo agrietada por la religión.

La resaca de los Oscar se va disipando poco a poco, a medida que las películas que compitieron por sus galardones dos semanas atrás van desapareciendo de la cartelera en favor de superproducciones y blockbusters de primavera. Cada cosa, como bien se dice por ahí, tiene su momento. Sin embargo, a los cines españoles siempre se les queda alguna que otra película pendiente por estrenar de las nominadas a los premios de la Academia. Una de ellas estuvo a punto de ser Lady Bird, que estaba prevista para salir a la luz en España en el mes de abril y cuyo estreno se adelantó ante la perspectiva de que fuese una de las protagonistas de la gala. La que sí se quedó atrás y llega esta semana a nuestra cartelera es El insulto, de Ziad Doueiri, candidata a mejor película de habla no inglesa como representante del Líbano.

Doueiri estrenó sus dos primeros largometrajes en Cannes (en el caso de West Beirut) y Sundance (Lila Dice), en 1998 y 2004, respectivamente. Con su tercera película, El atentado (2012), obtuvo mucho mayor reconocimiento internacional, llevándose incluso una mención especial del jurado en San SebastiánEl insulto ha terminado por ser su catapulta definitiva. Toda su filmografía, quizá con excepción de Lila dice, está recorrida por la misma temática: el conflicto palestino-israelí que asola su país, un Líbano que aglutina en su pequeño territorio, ubicado entre Siria e Israel, una enorme mezcla étnica y religiosa.

En El insulto, a diferencia de lo que ocurría en El atentado, la problemática tiende de lo pequeño para extenderse después hacia lo global. El conflicto parte, precisamente, de un insulto; el que profiere el jefe de una obra (Kamel El Basha) hacia un inquilino (Adel Karam) que obstaculiza su trabajo de manera grosera. La primera mitad del film se construye alrededor de una reflexión: la de que la mayor parte de los problemas se agigantan debido a la ausencia de comunicación.

Adel Karam y Rita Hayek.
El personaje de Tony Hanna es el ejemplo de un ser humano cubierto por cáscaras de dolor.

Doueiri presta mucha atención a la construcción de sus dos personajes principales. Por una parte está Yasser Abdallah Salameh (El Basha), un patrón de obra palestino, popular por su seriedad en el trabajo y su profesionalidad. Salameh se perfila como un hombre con un código moral muy definido y un enorme apego al honor y la lealtad como principios a seguir. Por el otro está Tony Hanna (Karam), un libanés militante del partido cristiano, regido en su vida diaria por un enorme componente emocional e ideológico. El enfrentamiento entre ambos parte del insulto para constituirse rápido en una confrontación de índole racial, motivada principalmente por los prejuicios de Hanna.

¿Quién sabe perdonar?

Incapaz de pedir perdón por algo que no cree que merezca una disculpa, Salameh provoca la ira de Tony Hanna, quien contribuye a que la situación escale sin remedio. Finalmente, tras una disputa verbal, el primero agrede al segundo y este decide, dado el curso de los acontecimientos, llevarlo a juicio. Ahí da comienzo la segunda mitad de la película, en la que el relato pega un giro para convertirse en un febril thriller judicial en el que los dos involucrados pasan a ser lo menos importante de lo que ocurre. Lo que en origen pudo estar motivado por el odio prejuicioso de los cristianos libaneses hacia los palestinos se convierte rápido en una bandera de dos caras fagocitada por el conflicto palestino-israelí.

El hecho de que la causa de Hanna sea adoptada por el colectivo israelí y se lo ataque desde el bando opuesto por un supuesto semitismo lo desconcierta enormemente, dado que él, un cristiano convencido, poco o nada tiene que ver con esa lucha. Esto sirve para reflejar la facilidad que tienen los enfrentamientos globales y mediáticos para absorber la diversidad cultural, étnica e ideológica de un territorio tan difícil de analizar como lo es el Líbano; un enclave entre dos mundos en lucha. Los matices se eliminan poco a poco en un juicio en el que, curiosamente, los defensores de uno y otro son un padre y una hija; el primero obsesionado con la victoria, la segunda más propensa al interés en la causa humanitaria del caso. Este perfilado a trazo grueso de las generaciones libanesas por parte de Doueiri es, cuanto menos, esperanzador.

A medida que el juicio avanza, las circunstancias de cada uno se van destapando, dejando entrever que ambos son como son debido al sufrimiento acumulado al haber vivido durante décadas en un contexto político y social profundamente adoctrinador y exento de piedad. El insulto alcanza, en su tramo final, una catarsis redentora, un momento de comunión que sirve como el alarido de aquel que se niega a rendirse ante el dolor. Porque tras él, tras el miedo y tras la muerte, solo existen dos caminos posibles: el de la oscuridad y el del perdón.

Adrián Viéitez

Periodista cultural y deportivo. Dulce y diáfano. Autor de 'Espalda con espalda' (Chiado Ed., 2017). Escribo para salvarme de mí mismo.

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