DÍA A DÍA EN EL CERTAMEN COREOGRÁFICO DE MADRID

Una bailarina que no toca el suelo, cuatro corredoras de maratón, una sucesión de alusiones sexuales entre túnicas, una guitarra eléctrica, una particular exhibición de capoeira reforzada por una proyección, un juego de luces y sombras con significaciones tribales y una cajita de música. Esos son los primeros elementos que encontré en las primeras siete coreografías que se presentaban el primero de los tres días que duraría para mí el XXIV Certamen coreográfico de Madrid.

Prácticamente primeriza en el género, como cronista y como espectadora, la noche de aquel jueves dos de diciembre ocupé la plaza que se me había asignado junto con la entrada en una de las amplias butacas del Teatro Fernán Gómez de Madrid. Tomé buena precaución de aferrar con fuerza mi cuaderno de notas, en el que estaba dispuesta a plasmar las impresiones de las que había de valerme para rellenar, con la mínima torpeza posible, esta crónica. Antes de que el escenario se llenase con las innovadoras propuestas, de cuarto de hora de duración, que en materia de danza ofrecían jóvenes coreógrafos españoles, un impersonal altavoz nos daba las gracias por nuestra asistencia y enumeraba con una disculpa los errores de impresión del programa de mano. Tras esta rutinaria tarea se apagaron las luces y comenzaron las piezas.

La primera de ellas no lo hizo en el escenario; desde lo alto de las escaleras del teatro un bailarín que sostenía en su hombro a su guapa acompañante pareció surgir de entre el público como por arte de magia y comenzó a caminar, lentamente y al ritmo de una suave música instrumental, hacia las tablas. Sin que la joven tocase el suelo los movimientos de ambos se iban acompasando de manera ya definitivamente mágica sobre el escenario, el corpulento galán vestido de negro manejaba a su acompañante con una fluidez que hacía parecer a ojos del público que la bailarina no fuese de carne y hueso sino de goma y esponja. Con un excelente uso de la luz y sonidos propios de documentales sobre la naturaleza la escenografía fue tomando protagonismo en forma de unas flores lanzadas al aire por el protagonista durante la última parte de la  coreografía en la que la chica, ya en el suelo, danzaba con sorprendente agilidad mientras las esquivaba. El hechizo en el que, como romántica empedernida, me encontraba sumida terminó con el reflejo de la silueta de los intérpretes sobre una pantalla blanca, a través del cual se podía adivinar que él volvía a sostenerla a ella a lo que a mí se me asemejó el más puro estilo Oficial y Caballero. Anticipo que Vigilia nocturna fue mi favorita pero los miembros del jurado no debieron compartir mi predilección por el cine de Richard Gère ya que la descartaron en la primera ronda.

El deporte debe vender más que la comedia romántica porque la que sí pasó a la final fue Coming to the goal, en la que cuatro chicas ataviadas con ropa atlética escenificaron cuatro actitudes diferentes ante la competición o, lo que es lo mismo, cuatro caminos diferentes para emprender la eterna búsqueda de respuestas por la que todos pasamos en nuestro ciclo de vida. Al ritmo de Flaming Lips las intérpretes mostraron la adicción, la inseguridad, la mentira y el sobreesfuerzo con un mismo resultado: un final en el que escupen exhaustas sobre el escenario tras varios intentos vanos de alcanzar una meta imaginaria.

Los estruendosos vítores que sucedieron a la siguiente coreografía ya presagiaban que PI-20 ocuparía un destacado puesto en la final. La tercera de las piezas de esa noche estuvo llena de imágenes muy potentes y movimientos rápidos acompasados con el conocido tema de ‘Freestyler’ entre otros de su mismo género. Opuesta totalmente a la sensibilidad casi mística de Vigilia nocturna, en esta ocasión las alusiones a la masturbación, al sadomasoquismo y en definitiva a la ausencia de sentimientos en la práctica sexual llenaban el escenario para terminar la pieza con unos desnudos bastante cuidados en los que los protagonistas bailan con la cara cubierta por sus túnicas. La estrofa de una canción infantil, ya versionada por grupo flamenco El Barrio, llenó los últimos segundos de silencio a través de la voz del protagonista masculino a la vez que éste se descubría el rostro: “Al jardín de la alegría dice mi madre que vaya, a ver si me sale novia la más bonita de España, vamos los dos vamos los dos, vamos los dos en compañía, vamos los dos, vamos los dos al jardín de la alegría”.

Las reflexiones sobre el amor y las relaciones no acabaron con PI-20. Antes del descanso le tocaba el turno a Two men and a woman walked by. Al más puro estilo Fama a bailar y con la ayuda de un foco de luz que da inicio y fin a la pieza, dos bailarines con vestuario moderno y luego una tercera que toca la guitarra eléctrica llenaron el escenario acompañados por una pegadiza música rock. La coreógrafa nos presenta aquí la historia de una amistad, simbolizada en los mutuos portés de los protagonistas masculinos, que peligra cuando aparece la tercera en discordia. Un mensaje claro y una buena técnica contemporánea hacen que lo que no peligre en esta coreografía sea su puesto en la final.

Y a ritmo de rock llegó el descanso y con él el intercambio de impresiones entre los asistentes; empezaban a aventurarse apuestas de cara a la final y sin soltar mi cuaderno yo anotaba observaciones que me servían de materia prima para contrastar las mías propias. La claridad con la que todo el mundo parecía ver mensajes secundarios, códigos ocultos y fórmulas de la Coca Cola en algunas de las coreografías que a mi me habían parecido más densas me inquietaba hasta el punto de verme obligada a abandonar por un momento la sala ansiando que el humo de mi cigarro despejase el de mi cabeza. Casi lo había conseguido cuando el ya familiar megáfono sin rostro anunciaba el momento de volver a la sala.

El título de la siguiente pieza parecía querer burlarse de la incertidumbre que yo había experimentado hacía tan sólo unos minutos al presenciar los coloquios de mis duchos compañeros de certamen. Afortunadamente Communication breakdown no trataba sobre una periodista frustrada que no es capaz de captar tanto como le gustaría para escribir su crónica; el tema era una vez más la pareja. Al compás del eco de una música de tambores intercalada con sonido de gotas de agua, el dúo mixto danzaba enfrentado en una especie de lucha con movimientos de capoeira. El espectáculo en vivo se complementaba en esta ocasión con una proyección a pantalla partida en la que se veía a los mismos bailarines que acababan de salir del escenario respirando de manera agitada y encerrados en sendas habitaciones golpeándose violentamente contra las paredes. Con dicha proyección terminaba la pieza y su presencia en el certamen.

Y es que los recursos audiovisuales no parecieron gustar mucho al jurado ya que el siguiente trabajo, Forbidden colours, utilizó en esta ocasión la proyección de instantáneas para acompañar su mensaje y tampoco pudo verse de nuevo en la fase final. En esta ocasión cinco bailarines en paños menores representaban con canciones tribales de fondo una especie de tribu que realizaban un canto a la libertad a la par que una crítica a la vida de ciudad. Lo hacían con un meticuloso juego de luces procedentes de linternas manejadas por los mismos intérpretes. La sucesión de evocadoras fotografías (algunas de las cuales van tornándose del color al blanco y negro en deferencia al título de la pieza) de paisajes primero urbanos y después rurales acompañaba los movimientos abiertos y con fuerza con los que los protagonistas parecían querer despojarse de la alienación de la sociedad. Un bonito final de movimientos lentos y pausados proyecta la sombra de los bailarines sobre la pantalla transmitiendo al espectador la sensación de que los mismos han cumplido su objetivo.

Le tocó después el turno a Miniatura una de las propuestas más entrañables del certamen y de mejor posición en la final. Me recordó a mi infancia ya que el dúo femenino escenificaba el juego clásico de ‘el escultor y la estatua’, consistente en que el personaje de la escultora modela a su antojo a la estatua que ha de permanecer quieta para no perder puntos. La belleza, la perfección de los detalles, la calidad interpretativa y la compenetración entre ambas artistas hicieron de esta obra un agradable espectáculo. El tic tac de un reloj y la melodía de una cajita de música (que también jugó un importante papel físico en la escenografía) como único acompañamiento sonoro consiguieron que me fuese a casa con la paz interior que me habían arrebatado algunos de los trabajos anteriores.

Y sin apenas darme cuenta llegó la noche siguiente. Misma hora mismo lugar pero diferente compañía. Unas amigas del sur venían de visita a la capital y había decidido llevarlas conmigo para amenizar de esa forma el recorrido hacia el teatro así como los minutos del receso. Pronostiqué además que la experiencia les serviría para abrir la mente hacia creaciones artísticas diferentes a las que estaban acostumbradas, llevándose así de Madrid algo más que el típico retrato turístico junto al kilómetro cero. Pero estaba equivocada en cuanto a los resultados del experimento y no tardaría mucho en percatarme de ello.

Ocupamos nuestros respectivos asientos minutos antes de que se apagasen las luces y comenzase la segunda y última ronda de coreografías del certamen (al día siguiente bailarían los finalistas y se anunciarían los ganadores). La primera propuesta era un dúo mixto que llevaba por nombre Ni en sueños. Una notificación en papel desató el nerviosismo de los intérpretes que a través de una serie de movimientos de apariencia torpes pero de fondo calculado se entrelazaban al ritmo de la música. Una actitud de alerta que se personalizó en una danza rápida vistió una pieza que terminó con el mutuo manejo de los bailarines hasta que exhaustos se desplomaron cual títeres sobre el suelo del escenario. Si había sido capaz de captar o no el mensaje confieso que no me preocupó demasiado cuando se encendieron las luces previas a la segunda coreografía; procuré ocuparme más bien de que los comentarios de mis acompañantes acerca de la escasez del baile o del sinsentido de una interpretación que consideraban “rara de cojones” pasaran desapercibidos entre el público cercano (el mismo, dicho sea de paso que el día anterior aseguraba percibir por decenas las asociaciones y significaciones que a mi desentrenado espíritu crítico le habían pasado desapercibidas). De cualquier forma el mensaje de la primera de las  obras no debió ser demasiado extraordinario puesto que el jurado la descartó de cara a la siguiente ronda.

Tampoco tuvo suerte Al margen del cuerpo, una coreografía grupal en la que, apoyados por la proyección de unas rejas primero y unas cadenas después en la pantalla, sus miembros intercalaban la inmovilización total y las miradas autómatas con la sucesión de acrobacias con las que parecían querer escapar de la alienación en la que estaban inmersos. Una música tétrica acompañaba la combinación de luces tenues que vestía la coreografía y eran probablemente esos factores los que  provocaban sustos y ademanes de miedo (en varias ocasiones verbalizados) en mis expresivas amigas.
En consideración a ellas deseé que la siguiente propuesta fuese algo menos densa o de tintes más populares. De nada sirvieron mis deseos porque Habitación aliterada era todo lo contrario al taconeo de Sara Baras que una de mis acompañantes imploraba en el paréntesis. Este dúo femenino conjuntado en vestimenta representó un extracto de la locura de la Ofelia de Shakespeare simulando estar ahogándose en el interior de una habitación. Sus caóticos, repetitivos y espasmódicos movimientos, en consonancia con el espacio sonoro, lograron transmitir al espectador angustia y miedo pero a la vez una profunda empatía por la relación de complicidad y ayuda que se apreciaba entre las protagonistas. La interpretación de ambas le valió a Habitación aliterada un puesto en la final.

Ocurrió lo mismo con el siguiente dúo, también femenino, que representó Blondy´s cofee. Esta coreografía estuvo llena de movimiento y cargada de ideas.  Los guiños a tabúes relacionados con la feminidad se enlazaron con la historia de amor entre las protagonistas que representaron con exactitud la lucha interior entre los sentimientos y el rol que se espera de la mujer en la sociedad. Elementos de la escenografía como los zapatos de tacón cobraron un papel relevante en el mensaje a transmitir y al término de la música ambas mujeres habían cambiado su posición en relación al concurrido armario tan recurrente cuando se trata de hablar de relaciones homosexuales.

Y con otra historia de amor siguió el certamen tras el descanso. Esta vez la de Rocío y Nino, que en clave de humor aludía a los famosísimos cantantes apellidados Jurado y Bravo respectivamente. Ésta de por seguro habría gustado a mis amigas de no haber abandonado el teatro aprovechando la pausa argumentando estar “vacías por dentro” o al menos no lo suficientemente llenas para entender “esas modernuras”. Con el escenario iluminado por completo y en silencio total, la primera imagen que se ofrecía al espectador era la de la caracterizada pareja intentando tímidamente realizar con éxito un gesto tan sencillo como el de darse la mano. Era el primero de muchos símbolos que de manera sencilla y cómica a la vez narraban los cotidianos problemas de incomunicación en un matrimonio. Las carcajadas contenidas que surgían de las gradas evidenciaban que esta pieza ponía la nota de humor del certamen; por eso y por los aplausos del final sorprendería tanto que Rocio y Nino no pasaran a la final.

La siguiente coreografía fue la más poblada del certamen; un total de siete bailarines intervenían en Dentro del barro. Una melodía de tétricos acordes, un foco de luz y el recurso de las sombras de los bailarines proyectadas en la pantalla eran los elementos que acompañaban la calidad de unos movimientos absolutamente compenetrados. No obstante, en mi búsqueda incesante, no encontré el mensaje que se ocultaba tras el espectáculo; quizás el jurado tampoco lo hizo y por ello se quedó a las puertas de la siguiente fase.

La que no lo hizo fue Escuálido marsupial, una coreografía original, fresca y con sello propio que sería una de las que ocupase un puesto relevante en la final. De nuevo los protagonistas jugaron con el humor, recurso que tanto se echa de menos en la danza, y con una clara alusión al aclamado género del Western. Para ello utilizaron de forma brillante todos los recursos a su alcance: los sonoros (consistentes en sonidos de golpes y disparos tan propios del cine asombrosamente compenetrados con los movimientos secos y precisos de los dos bailarines que formaban el dúo), los de iluminación, los de técnica (algo de lo que no carecían ninguno de los dos intérpretes) e incluso la voz (uno de los artistas sorprendió al público con el doblaje de un monólogo que aún carente de sentido desataba las risas de los espectadores). El resultado fue un estruendoso aplauso tras la escena final que parodiaba una persecución de gansters entre los bailarines. El perfecto broche para la última de las coreografías del certamen.

El teatro Fernán Gómez encendió sus luces y abrió sus puertas; volveríamos a cruzarlas la noche siguiente para volver a ver las siete coreografías seleccionadas para la final. Una nueva oportunidad para buscar mensajes y significaciones ocultas seguida de un cóctel para digerir impresiones antes de la entrega de premios. PI-20, Escuálido marsupial y Miniatura son las elegidas para el primero, segundo y tercer puesto. Aplausos, sonrisas, gestos de asentimiento, algún reproche entre dientes y más aplausos; se cerraba de este modo la XXIV edición del Certamen Coreográfico de Madrid que año tras año aporta a los coreógrafos participantes la oportunidad de abrir sus posibilidades en el mundo de la danza y al público asistente la de abrir nuestros horizontes hacia propuestas que, aunque diferentes al taconeo de Sara Baras, no tienen desperdicio en lo que a innovación y creación se refiere.

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