Estados Unidos es un país de contrastes. Su insultante juventud como nación hace que, desde nuestra perspectiva, su historia resulte breve, sencilla y, a veces, incluso llana: diáfana en sus sinergias, y clara en sus problemáticas y dialécticas. Un país cuyo nacimiento significó la realización práctica política de todo lo cultivado desde la Ilustración, la primera baja voluntaria del Imperio Británico, y de todo un régimen colonial centenario. Los norteamericanos se vanagloria(ba)n pensando en el montaje y la formación de su país, un proceso que duró prácticamente 150 años (1789-1959), casi como si fuera el contexto remoto de toda una serie de relatos cuasi-mitológicos, donde tenían cabida héroes, aventureros y hechos prodigiosos, virginal e inmaculadamente envueltos en elevados valores humanos. Mentira. La denominada como Conquista del Oeste, el inexorable avance de la civilización norteamericana hacia el Pacífico durante el XIX es, sin duda, el principal de sus mitos, y el western clásico, uno de sus principales métodos de inculcación.
Deadwood, la poderosa serie que HBO produjo entre 2004 y 2006, es el último peldaño de un proceso de desmitificación que comenzó John Ford, ya en los años ’50, y que afecta a esa inocente y bucólica visión que de la colonización del oeste había tenido siempre la población estadounidense. En este sentido, Centauros del desierto (1956) y sobre todo, El hombre que mató a Liberty Valance (1962) marcan un importante cambio en el género: la Historia empieza a imponerse al relato mitológico. No tanto con respecto a los indios y la censura de su exterminio, sino en cuanto al nuevo prototipo de héroe/pionero: polvoriento, lleno de odio e incapaz de pertenecer a una sociedad, a una civilización a la que ha abierto paso a través de inenarrables peligros. Ese Ethan Edwards (John Wayne) que no entra en la casa tras el feliz reencuentro, que se abandona al desierto con su ya casi harapiento uniforme de confederado, representa al auténtico héroe de toda esa parafernalia mitológica, desgastado y en absoluto movido por bondadosos valores. La sutil diferencia, en esos finales de silueta montada que avanza hacia el horizonte, es que John Ford nos ha acercado a la sociopatía de un héroe/pionero que ya no sirve de ejemplo.
Es ya clásica en cine y TV la dicotomía existente en EEUU entre el mundo rural y el urbano, entre campo y ciudad, y entre los valores que se le presuponen a uno y a otro. No es un rural cualquiera, porque está cargado de ética. Esa que se fomentaba en el western de la primera mitad del XX a través de unos personajes arquetípicos que, como decía antes, John Ford e indirectamente John Wayne, se encargaron de enterrar. Thomas Jefferson, tercer Presidente, compró en 1803 el inmenso territorio de Louissiana a Francia, con lo que se duplicaba la geografía de las 13 Colonias, y donde poco a poco irían naciendo los nuevos Estados (Arkansas, Missouri, Nebraska, etc.), el midwest. El objetivo de Jefferson no era el simple y vano expansionismo, sino la construcción de una identidad nacional; su ideal de Gran República agrariase basaba por completo en los valores del hombre rural, en los vaqueros, en los pioneros, en hombres que se hacían a sí mismos, y que no necesitan la tutela de nadie (ni siquiera del Estado), en hombres duros con valores familiares de ética protestante, en clara oposición a la corrupción y a la deshumanización, que veía propias del mundo urbano. Un enfrentamiento que sigue muy presente en EEUU, no solo en el cine y la Tv (The Wire/Doctor en Alaska), sino también en la política (a grandes rasgos: Republicanos = jeffersonianos y anti-centralistas; Demócratas = unionistas y más cosmopolitas) y en la sociología del día a día. Pero, ¿Qué pasa si se transfieren los negativos y perniciosos valores urbanos al inmaculado paraíso del campo abierto?
Deadwood fue, en ese sentido, un interesantísimo ejercicio dialéctico de síntesis de esos dos mundos, basado, como casi siempre en HBO, en el híper-realismo. Creada y escrita por David Milch, es un ejercicio de reconocimiento de un pasado dudoso: un acercamiento, sin tapujos ni falsas mitificaciones, a la verdadera historia de cómo se crearon los Estados Unidos de América. Porque en esos gloriosos momentos de avances y nacimientos, de pioneros aventureros y casas de la pradera, también hubo corrupciones, traiciones, oscuros intereses, y la suciedad que Jefferson creía patrimonio único de las grandes urbes del este. El pozo negro del Potomac del que hablaba Lisa Simpson. Lo notable de Deadwood y del western crepuscular de John Ford, es que hacen prevalecer a la Historia frente al mito; rompen un icono básico del espíritu jeffersoniano. La muerte de Liberty Valance, es el suicidio del héroe clásico, sin ley: el verdadero retrato de un pionero carente de buenos valores y honestas intenciones.
Deadwood es un pueblo real de Dakota del Sur, que nació y se desarrolló desde los años ’70 del XIX en torno al oro descubierto en las Black Hills. Entre 1876 y 1878 se vivió en la zona una auténtica 2ª Fiebre del Oro (la primera tuvo lugar entre 1848 y 1850 en California, conformándose éste como Estado en tiempo record) que atrajo a pioneros, aventureros, buscadores de oro, empresarios, delincuentes, pistoleros, jugadores, prostitutas, criminales…la avanzadilla de la civilización. Solo en último lugar llegaría la ley. Según se avanzaba hacia el oeste, el sistema de incorporación de nuevos Estados a la Unión funcionaba de la siguiente manera: cuando una zona delimitada comenzaba a ser colonizada, al llegar a 5000 habitantes ingresaba en la Unión como territorio, con derecho a enviar un representante al Senado, pero sin capacidad de voto. Solo cuando la población instalada superase los 60000 habitantes, el territorio podía solicitar el ingreso, ahora sí como Estado, en la Unión. Un ingreso que, en determinadas ocasiones, podía ser problemático (caso de Texas, sobre todo), y que a veces se retrasaba. Dakota era un territorio (que luego derivaría en dos Estados) durante esa 2ª Fiebre del Oro, y Deadwood un filón de riqueza en la frontera con Montana y Wyoming. No cuesta imaginar las corruptelas que hubo sobre derechos de propiedad, de explotación de la tierra, sobre su incorporación a uno u otro próximo o incipiente Estado, y sobre la más ancestral y clásica lucha de poder (y de egos).
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Conociendo todos estos ingredientes históricos, ver Deadwood, una de las joyas de HBO, en una auténtica gozada. Ambientada en 1876, cuenta ese día a día que no se contaba en el western clásico. Todos los personajes que aparecen son reales, salvo alguna secundaria excepción. La serie comienza cuando Seth Bullock (Timothy Olyphant), antiguo sheriff en el territorio de Montana, se instala en el pueblo con su familia, como simple colono. Ante la ausencia de una autoridad legalmente constituida, Al Swearengen (magistralmente interpretado por Ian McShane), pionero y propietario del saloon, actúa de dueño y señor del pueblo, contando con la patética alianza de E. B. Farnum (William Sanderson), dueño del hotel, la necesaria complicidad del señor Wu (Keone Young), el lavandero chino que alimenta sus cerdos con cadáveres, y varios matones de medio pelo (y otros de larga melena). La llegada de Bullock coincide con la visita, registrada por motivos que conviene no desvelar, del famoso pistolero ‘Wild’ Bill Hickok (Keith Carradine), temible y célebre jugador de póker, acompañado por ‘Calamity’ Jane (Robin Weigert), veterana y problemática scout de las partidas del General Custer (se dice que la amistad que profesó por Hickok se transformó en amor tras la muerte de éste; también dicen que así trató de ocultar su homosexualidad), y por Charlie Utter (Dayton Callie), conocido trampero, buscador de oro y empresario de la época.
Pero la llegada de Bullock también coincide con el engaño que Swearengen lleva a cabo para arrebatarle a un señorito del este unas propiedades de reciente adquisición, donde el afortunado había encontrado oro: la inmunidad y la crueldad con las que opera el pionero encienden en el antiguo sheriff obvias respuestas. A partir de ahí, asistimos a una lucha de egos, mucho más compleja y rica de lo que podamos imaginar, que no es realmente el hilo argumental de la serie. El maniqueísmo no tiene cabida en HBO, y Al Swearengen es uno de los mejores ejemplos. Al margen de la portentosa actuación (que bien valió un Globo de Oro), la construcción del personaje es sublime: por su despótica relación con Trixie (Paula Malcomson), la debilidad de entre sus prostitutas, y otro personaje intenso, complejo y sobresaliente, y por la manera en la que mueve los hilos, objetivamente deberíamos detestarle; sin embargo, se asoman las lágrimas cuando expulsa, casi heroicamente, unas piedras del riñón entre el aliento y la desesperación de los suyos (que son muchos). Porque Al Swearengen no tiene un cargo, pero es quien rige y protege los destinos de la gente, allá donde la civilización aún no ha superado a la barbarie. En cierto modo, y pese a todo, es él quien garantiza y vela por un orden, en ese resbaladizo terreno que fue la colonización norteamericana.
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El híper-realismo y la ausencia del maniqueísmo y de falsas mitologías hacen de esta serie una obra maestra, quizá definitiva, del género western. La elevada inversión que requería hizo que el relato quedara truncado tras tres temporadas, pero lo bonito del camino no es solo el destino, y Deadwood regala narrativa de altísimo nivel en cada escena, en cada diálogo y en cada personaje. No hace falta amar el género para disfrutarla, ni es necesario idolatrar esa cadena, sinónimo de buen cine (sí, de buen cine serial), para darse cuenta de que no es un producto vulgar y corriente. La televisión, en ocasiones, permite a un público exigente saciar su curiosidad por la Historia, por la verdadera Historia, no la que es fruto de esa oscura faceta de la política que la manipula y la utiliza para crear Naciones y nacionalismos. Deadwood es un relato sobre la verdadera colonización norteamericana y sobre la propia construcción de los Estados Unidos: un encomiable esfuerzo de autocrítica, reconocimiento y reconciliación con el pasado, por muy oscuro y fangoso que sea. Una tarea digna de mención, y de admiración.
También disponible en En Noche Americana
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