DEAD MEADOW. TRES HOMBRES Y UNA BOTELLA DE WHISKEY

Los conciertos en la sala Moby Dick me encantan. A parte de tener casi siempre un impecable sonido de club, da la impresión de que los artistas se sienten cómodos, arropados y comprendidos en el escenario. Las dimensiones y la suave distensión del local permiten un ambiente de camaradería que, sin duda alguna, es una de las características básicas del tipo de conciertos que allí se ven. Poca gente, un escenario apenas elevado medio metro del suelo, y bandas jóvenes, prometedoras, y generalmente alternativas, pero con un pequeño núcleo de fieles seguidores. Spindrift y Dead Meadow aprovecharon ayer esa atmósfera especial de Moby Dick para repartir música americana en grandes y contundentes dosis; cada uno a su modo, pero ambos demostrando una fuerte personalidad.

Lo de Spindrift fue toda una sorpresa. Una curiosa combinación de personajes y sonidos invadieron la rítmica interna de cada asistente, pocos en un principio, hasta hacernos casi creer que aquella mítica sala de madera podía transformarse, a golpe de country psicodélico, en un saloon de baile al más puro estilo del midwest norteamericano. Tres de los cinco integrantes de la banda llevaban llamativos sombreros de cowboy, y su aspecto étnico delataba su proveniencia. Son californianos, pero su música remite a las mismas fronteras huidizas a las que canta Calexico, la voz de Sasha Vallely-Certik a la de Cat Power, pero sin sus tablas ni su afinación, y su universo estético al del spaguetti western de Ennio Morricone. Spindrift son como un soplo del desierto de Sonora, más cercanos a la cosmogonía del indio que a la del pionero colono; teñidos también de esa misma deformación psicodélica y escatológica presente en Dead Man (Jim Jarmusch). Practican, de hecho, un constante ejercicio de homenaje musical a toda esa narrativa fílmica del oeste, del mito caído del colono que reclamó su estado a Méjico. 

Dead Meadow no tuvo tanta connotación étnica o cultural; en cambio gozó de mayor público, mayor protagonismo y algo más de tiempo. Es la primera vez que una gira los trae a nuestro país, y como buena banda indie, su debut en Madrid fue en un lugar donde pudieron sentirse como en casa. La hora y media de concierto dejó al público con la impresión de haber exprimido a tope el jugoso sonido de la banda; y con la sensación de haber asistido a uno de esos conciertos que, cuando vuelvan en unos años a La Riviera, recordaremos con el orgullo de quien les vio en la intimidad del desconocimiento masivo. Supieron llenar el espacio con su inmovilidad, con su críptica indolencia; y supieron transmitir, con un repertorio coherente y sin tregua, el estado anímico de Jason Simon: coordenadas básicas para la música de Dead Meadow.

El trío de Washington D.C emergió de entre el público cuando llegó su turno y, asidos a los mismos tercios de Heineken que sosteníamos muchos, dieron comienzo al recital. Los chicos de Dead Meadow se entienden en el escenario igual de bien que en los estudios de grabación, comparten una deliciosa dejadez, tan propia de la psicodelia como ajena de la auténtica música de raíz norteamericana. Comparten cierta insolencia y soberbia, en pose y expresión, que inunda su música de un particular, pausado y seguro sonido stoner. Poco importó el orden de las canciones que sonaron, o a cuál de sus cinco discos pertenecían los acordes y fraseos de bajo que se oyeron: de principio a fin sonó todo en un mismo tono, en una frecuencia melódica muy similar, pero rica e inspirada en la artesanía instrumental. 

Para los más entendidos, no obstante, el setlist del concierto sació de sobra las expectativas: ‘Heaven’, ‘Let’s Jump In’, ‘Ain’t Got Nothing’, ‘Whats Needs Must Be’ o ‘The Great Deceiver’ sonaron con todo el poderío y la calma plomiza, lisérgica y letárgica, tan características de la banda norteamericana. Cada tema fue un amistoso y áspero mano a mano entre el bajo de Steve Kille y la guitarra de Jason Simon, siempre arbitrado por una percusión igualmente arrogante y provocadora. La personalidad de Mark Laughlin en la batería es tan básica en Dead Meadow como el suelo para la vida humana: resbaladiza, y con una métrica de puntillas, sostenida en los platos, siempre da la cara cuando tiene que asentar cimientos. Es como esos pocos pasos firmes que damos en la vida, seguros entre tanto camino inestable. 

A medida que avanzaba el concierto, la botella de whiskey Jameson que compartía el trío iba vaciándose. Sin mezclas; duro, y a grandes tragos. Así es el rock de Dead Meadow: una poderosa forma líquida que endurece tus entrañas, para hacer que te creas más fuerte por fuera. El atractivo que tienen, y así lo demostraron ayer, reside en que en su naturalidad nos reflejamos todos de alguna manera. En el orden y el despliegue rítmico, a modo de alas de ave rapaz, de la percusión, en la difusión imprevisible de punteos y distorsiones, en los saltitos de Kille, pidiéndole batalla a su amigo y compañero de cuerdas, en la voz sin sobresaltos de Jason Simon, o en la cotidiana estética de su imagen: pelo liso sobre los ojos y barba. De lo que no me cabe ninguna duda es del hecho de que estuvieran como en casa: a parte de la botella de whiskey, era evidente que el guitarrista y compositor, el sobrino de David Simon, genio creador de la serie The Wire, llevaba su camiseta preferida. Algo roída y empapada de sudor, pues Dead Meadow lo dio todo en el pequeño escenario de la Moby Dick. Un concierto de rock de verdad.

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