BAR CAROLINA, COSTUMBRISMO DOMINICAL

El café-bar Carolina (una máquina Saimaza y una pieza larga de latón certifican el binomio) se sitúa en el 202 de la calle Bravo Murillo y se enrosca a lo largo de la esquina con la calle San Enrique. Un rótulo negro, impreso con letras clandestina y pudorosamente góticas, indica claramente el lugar. Acudí con un amigo y paisano con la esperanza de un nuevo triunfo del Sevilla F.C., esta vez contra las camisolas bermejas del Mallorca. Ayudó, sin duda, el símbolo patrio de Cruzcampo que emergía a la izquierda del cartel. El primer punto positivo no se hizo esperar: la máquina de tabaco admitía billetes, lo que te eximía de pedir cambio en la barra y que te trataran como un mendigo (cuentan que, en cierta ocasión, el camarero tiró las monedas al suelo despectivamente, mientras que el pobre fumador se agachaba para recogerlas entre vituperios y puntapiés.)

La barra se extiende (nos aventuramos a asegurar que permanece así) a lo largo de todo el bar con taburetes negros no especialmente ergonómicos. Sentados, recibimos unas cañas previamente solicitadas, aunque, en contra de nuestras expectativas, derivaban de un logotipo de Mahou, no era pues la ambrosía sevillana que la puerta prometía. El disgusto duró poco. Instantes después una camarera mulata, agradable y diligente nos obsequiaba con unos choricitos que nos hicieron relamer los dedos con delectación cuasi erótica. (Caña con tapa si la ocasión es propicia: 1,20 – no encuentro el signo del euro en el teclado, así que les pido a los lectores un derroche de imaginación-).

 Todo se desarrollaba a pedir de boca. Las cañas iban vaciándose y de la vitrina refrigerada iban formándose tapas de callos, patatas aliñadas, orejas, ensaladilla (siempre decisiva para la evaluación del local: nota de la ensaladilla- 7,64) y aliño de pulpo, todas ellas dignas de una madre. Sin embargo, justo a continuación del aliño de pulpo que correspondía a la séptima cerveza, se produjo un punto de inflexión drástico: J. Pereira hizo con la izquierda el primer gol para el Mallorca (0-1).

 Es de suponer que a sabiendas, a partir de entonces, la camarera se demoraba más de lo permisible en servirnos, y cuando lo hacía, nos brindaba con desgana unas croquetas húmedas y pasadas imposibles de tragar porque se pegaban al esófago como una sanguijuela. Además, el borracho de nuestra izquierda parecía haber sufrido una transmigración valdanesca, y lo mismo parloteaba de fútbol que constituía lamentables diatribas filosóficas, disparando saliva a discreción. Mi amigo le acercaba la croqueta para que la bendijera de un salivazo y así poder rehusarla sin quedar mal con la camarera que parecía ignorar sus intentos de coqueteo.

 Alrededor del minuto 35 y aún con idéntico resultado (0-1), empezaron a sonar unas carcajadas impúdicas a nuestra espalda. Un grupo de jóvenes, grandes como torres, estaban vociferando algo parecido al francés magrebí, rumiado y regurgitado luego (se podían ver las sílabas resbalarles por la comisura de los labios semejantes a hebras de yerba). Al punto tomé conciencia de la necesidad de darle a la tarde un giro decisivo, miré a mi amigo y él me comprendió. Tras husmear la lista de precios, me señaló un punto en cursiva que leí con claridad: “cuba libre de whisky nacional: 4 (sigo sin dar con el signo €); importado: 4,5 (pues eso)”. A riesgo de que se me tomara por tacaño o fascista, pedí un DYC con naranja. El brebaje vino en un vaso ancho y generoso, pero el volumen del hielo no armonizaba con el diámetro del envase, de tal forma que poco después la copa de licor nacional se convirtió en whisky+naranja+agua en proporciones variables. Inadmisible.

 Ya avanzada la segunda parte del encuentro, Renato, siempre compresivo, puso un balón entre la defensa que Luis Fabiano, tras un par de zancadas elegantes de bailarina cincuentona, cruzó lo suficiente para que entrara botando en las redes de Dudu Aoute (1-1). Abracé a mi compinche y nos sentimos aliviados. El viejo borracho parecía tener retazos de una genialidad sabia y un deje delirante que empezaba a agradarme. El grupo de chavales magrebíes era un ejemplo más de lo ventajoso y enriquecedor de la interculturalidad. La camarera, detallista donde las haya, nos ofrecía unas galletitas saladas, crujientes y sabrosas. Ni siquiera las interferencias con la televisión que se sucedían cuando alguien hablaba por el móvil conseguían importunarme. Hasta el árbitro del partido estaba acertado, imagínense.

 Nos disponíamos a pagar la cuenta cuando el colegiado (más ciego que el hijo de Yocasta) decretó una falta inexistente que remataría Webó dando una ventaja definitiva al equipo balear (1-2). Y El borracho no dejaba de barbotar estupideces e incongruencias, pasando por el argumento ontológico hasta llegar a la mejor formar de erradicar un contrataaque; y los moros de detrás hacían de nuevo gala de su supina falta de educación y de civismo, desprendiendo un hedor a kebab y falafel refrito con salsa de yogur. Así que apuré el agua que agonizaba en mi copa (el whisky y la naranja habían perecido hace rato, descansen en paz) y saliendo me volví y grité: “¡Vaya asco de bar y de gente!”. Di un portazo y avancé al trote calle abajo hasta comprobar que nadie me seguía. Mi amigo aún no me perdona el abandono.

 Lo mejor: El precio, las tapas y un acogedor ambiente de barrio.
Lo peor: No puedo volver ni quiero, porque cada vez que voy pierde el Sevilla.
Puntuación: Si 0-1 **; si 1-1 ***; si 1-2 *.

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