Duelos entre miradas. Miradas impotentes. Miradas en alerta que tratan de ignorar aquello que las aguarda. Miradas que observan a la vez que son observadas. Miradas que clavan su mirada en aquellas otras que reflejan. Miradas que tratan de saltar por encima de su naturaleza. Imposible de esquivar.
Un cepillo dental, una cuchilla de afeitar, una pastilla de jabón… Una silueta ausente reflejada sobre un espejo que nada refleja. Nada sino la fugacidad y transitoriedad de aquello que atestigua: La vida. La vida y la muerte. La vida herida de muerte y la muerte renqueante de vida. La presencia de la ausencia y la ausencia de la presencia. No hay vida frente a ese espejo, la coloración de la muerte ha caducado su reflejo. Pero hay una muerte vital, que es aquella que con más saña define a la vida. Por lo que hay vida. ¿Y qué es la vida? La vida la trasluce una mirada velada por el tiempo, una mirada tan fugaz como el reflejo sobre ese espejo. Una mirada que, antes de correr junto al agua de ese grifo, ha fijado sobre su reflejo el temor a un perfume putrefacto: al perfume de la muerte: el enemigo a aniquilar perfilado en el reflejo.
No hay salida. No la hay en Lavabo y espejo (1967). Tampoco en Taza de váter y ventana (1968). Una colilla dormita aplastada sobre el suelo sugiriendo la caducidad de unas manos que levantaban impávidas esa tapa de urinario, o que tiraban mecánicamente sobre ese rollo de papel higiénico cortado de forma irregular. ¿Hace cuánto? Hace años. No, ayer mismo. Hace segundos. Hace un instante. Hace un momento que la piel de esa mujer ha comenzado a arrugarse entrando en un estado circunspecto. El agua ya está tibia y ella, insulsa. Ha olvidado la caducidad de su piel. Ignora el paso del tiempo, suspendido de un hilo tan tenso como el hilo del que pende esa bombilla de la Cocina de Tomelloso (1975-80) o de La luz eléctrica (1970), donde una habitación muestra los estragos que el tiempo ha dejado en su interior.
Temible e inevitable, respetado e inútilmente burlado, él es el artífice de esas grietas de El cuarto de baño (1970-73). Él es el culpable de que esos huevos de la Nevera nueva (1991-94) se echen a perder. Él es el motor y el exterminador de la vida: obsesión, definida ésta como el paso del tiempo, del pintor Antonio López.
Sus lienzos y tablas como una piel. Como una piel que el propio tiempo sella, instalando la vida en un instante, en el presente. En un aquí y ahora ahogado. Delimitado por tres dimensiones que no son más que los límites del fluir de la vida, efímera y caduca. Imposible de perpetuar. Tampoco en esas afamadas vistas de Madrid que, con una instantaneidad y realismo pasmosos, hieren la sensibilidad. Angustia la temporalidad de la concepción vital que traslucen. Angustia su reiteratividad. Angustia comprobar, como diría Barthes, que aquello fue y ya no es.
Antonio López libró una batalla al mismo Tiempo. Hasta los años 60, iluso, creyó ganarla, instalando a sus retratados en un estadio atemporal que no hacía sino poner en ridículo a los modelos retratados. Los alardes surrealistas de nada le valieron. Desde entonces, el tiempo se fue adueñando de su pincel. Fue cogiéndole terreno hasta llegar, incluso, a expulsar la presencia humana de algunas de sus obras. Ninguna figura de hombre o mujer a cambio de una potente mirada al otro lado de las mismas, observando, aterrada, la caducidad de su propia vida.
Platón asociaba la belleza a la verdad. Antonio López hace lo mismo, a pesar de que, en ocasiones, la verdad esté colmada de fealdad y se haga necesario un inmaculado espejo para traslucir su reflejo.