Echamos la vista atrás hasta el año 2004, cuando comenzó mi gusto por los cortometrajes. Una pasión que me despertó Man. Manuel, digo… Max. Y ella, Elena Anaya, sus ojos de dos colores y su mirada penetrante. Porque Ana y Manuel es una historia de amor sensiblera (pero sin rozar ni un segundo la ñoñeria) con un perro ‘con mucho pelo… y una boca enorme…’ que sirve de nexo de unión entre la casualidad, el destino y el amor. Como la función de un hijo, según algunos. Ese niño que nace tras una separación dolorosa o el atisbo de una relación malgastando sus últimos cartuchos, pero esta vez, con final feliz.
Con un tono dulce, melancólico y con cierto regusto a comedia romántica Ana (Elena Anaya) nos cuenta su relación con Manuel (Diego Martín) o mejor dicho, su no relación, y como, tras haber detestado a los animales e incluso haber obligado a su novio a ‘abandonar a su tortuga’, se ve abandonada por el que era su pareja y no se lo ocurre mejor idea que comprarse un perro; Man, como sustitutivo de Manuel. Que se acaba haciendo un hueco en su álbum de fotos. Pero que como ella ya sabía (y todos sabemos siempre), los sustitutivos de la felicidad o reemplazo, siempre llevan fecha de caducidad. Y es en ese momento cuando Ana, entre recuerdos y nostalgia a flor de piel, decide deshacerse del perro con la mala suerte de que cuando va a entregarlo le han robado el coche: con el perro dentro. Y ahí es cuando llega el «no sabes lo que tienes hasta que lo pierdes». Y entre perritos de Scottex y paseos dulzones, Ana, tendrá que decidir si quiere un novio, un perro o simplemente no estar sola.
Con luminosa fotografía de Daniel Sosa, acaramelada dirección artística de Henar Montoya, montaje de Miguel Doblado, guión del propio director y tintineante música de José Villalobos se completan diez minutos de una pequeña historia en forma de círculo perfecto, que por desgracia y aunque en su fantasía todo encaja, no se acerca demasiado a la realidad.