El cristal no parece ser más que una frágil barrera entre ellos y nosotros, una falsa empalizada que no hace sino inmovilizar cada parte de su cuerpo, convirtiéndolos en seres inanimados que, en cualquier momento, cobrarán vida de nuevo. Cuando llegue la noche, en medio del silencio y la oscuridad, la señora del camisón blanco hasta los pies, el señor de ojos saltones y pelo rojo y el joven de sonrisa atemorizante darán un salto al suelo para volver a sus quehaceres cotidianos antes de que salga el sol otra vez y tengan que suspenderse en el aire de nuevo. Quizá pudiéramos ocultarnos en algún rincón para asistir al espectáculo nocturno y contemplar, sin necesidad de viajar en el tiempo, cómo estos caricaturescos personajes de cartón piedra cobran vida. Pero no es necesario. No es necesario hacerlo para imaginarnos cómo estos Títeres de Cachiporra danzarían de un lado a otro en medio de esas noches de borrachera y burdeles que no empezaban sino con la representación de alguna de las múltiples obras de teatro en las que Dalí, Lorca, Buñuel y sus amigos de la Residencia de Estudiantes daban rienda suelta a su más impía espontaneidad y rebeldía.
“Cuando nos enteramos de que unos anarquistas habían asesinado a Soldevilla Romero, arzobispo de Zaragoza, aquella noche, en la residencia, brindamos por la condenación de su alma” diría Buñuel al relatar sus “historias de batalla” en aquella época… Pero, ¿no era la Residencia de Estudiantes una especie de campus universitario al que, allá por los años veinte, la gente de bien gustaba de llevar a sus hijos con el fin de convertirlos en reputados médicos e ilustres ingenieros de renombre? Lo era sí. O quizá, tal vez pretendía serlo, pues tras cruzar el umbral de sus puertas la Residencia no parecía haberse convertido sino en punto de encuentro de espíritus libres e independientes que, más que cualquier otra cosa, añoraban su emancipación personal, liberarse de aquellos modelos de comportamiento “putrefactos” que, según ellos, tanto coartaban la felicidad y reprimían los deseos del ser humano.
No importaba nada, nada más que el que sus padres les enviasen las siete pesetas diarias que valía la habitación para dormir y sus veladas, charlas, paseos, tertulias, farras y diversiones. No importaba nada. Sólo su amistad. Su amistad y el poder a través de ella compartir con el resto del grupo cuantos poemas escritos, cuadros pintados o ideas creativas surgieran de la mente. ¿Qué importaba el estrafalario atuendo de Dalí? ¿Qué importaba que el “pintor checoslovaco” vistiera con una americana que le llegaba hasta las rodillas y unas polainas, provocando los insultos de la gente de la calle? “¡Si a él le gustaba ir así!” diría Buñuel. ¿Qué más daba que lo hubieran expulsado de la Residencia por haberse negado a ser evaluado por un tribunal de estudios, si no lo consideraba con derecho alguno a hacerlo?
Lorca seguiría sintiendo la misma pasión por él, pero no sólo él, sino todos ellos, pues no era un secreto para nadie la estrecha amistad que mantenía tantas noches en vela a Federico, Dalí, Buñuel y Pepito Bello. Una relación cuyos frutos no serían únicamente las carcajadas de esas noches al son del jazz y de las botellas de ron, sino el germen de un momento de gran efervescencia cultural en España en torno a la Residencia de Estudiantes y a los poetas de la Generación del 27. Una efervescencia que no debía en parte su existencia sino a la apertura a las corrientes extranjeras que procedían de Europa y que no hicieron sino alimentar la imaginación de nuestros artistas patrios y ampliar su horizonte estético y geográfico. ¿Cómo entender si no las incursiones de Dalí, previas al Surrealismo, en el Cubismo, en el Retorno al Orden, o en el Purismo, o la influencia de estos mismos movimientos en las ilustraciones de Lorca?
Lorca, ese joven granadino de mirada oscura y brillante “a cuyo magnetismo nadie podía resistirse”, no parecía ir sino a la par de Dalí, de un Dalí contestatario e irreverente que a la vez no gustaba de ir al son más que de todo aquel que se preciara a seguirle. Por todos es conocida la estrechez de su relación; de su relación amistosa pero también intelectual; de esa jovial y fructífera relación que intuimos en esas fotos tomadas en Cadaqués, el pueblecito costero en el que tantas vacaciones pasaron juntos fortaleciendo no sólo los lazos de su amistad, sino también el horizonte de su ilimitada imaginación con las olas que hasta la orilla arrastraba el Mediterráneo. Una imaginación que no empezaría a tomar caminos divergentes sino allá rozando los años treinta, cuando el pintor de Figueras comenzara a ligarse férreamente a los postulados formulados por Breton y por esa forma de vida cuyo centro era el subconsciente humano.
“¡Oh Salvador Dalí, de voz aceitunada! No elogio tu imperfecto pincel adolescente ni tu color que ronda la color de tu tiempo, pero alabo tus ansias de eterno ilimitado. (…) Oh Salvador Dalí de voz aceitunada! Digo lo que me dicen tu persona y tus cuadros. (…) No alabo tu imperfecto pincel adolescente, pero canto la firme dirección de tus flechas. Canto ante todo un común pensamiento que nos une en las horas oscuras y doradas. No es el Arte la luz que nos ciega los ojos. Es primero el amor, la amistad o la esgrima.” Oda a Salvador Dalí. Federico García Lorca. 1928
La ruptura de su amistad fue inevitable, pero siempre nos quedarán estas bellas palabras que Lorca dedicó a su amigo celebrando ese “amor imposible” que tanto les unió y que latería constantemente tras esa relación «intelectual» a la que ahora el centro de exposiciones Caixa Forum de Madrid dedica una exposición que podemos ver hasta el 6 de febrero del 2011.