El ‘amour fou’ de Sorolla

Cosiendo la vela
Cosiendo la vela

El hilo revela un camino blanquecino que invoca batallas pasadas. Cuatro jóvenes costureras intentan remendar las secuelas del mar. Junto a ellas, un pescador con un gran sombrero de paja sostiene la vela y observa cómo la aguja de una de las zurcidoras se desliza sobre la tela. Al fondo se encuentran dos ancianos que parecen inspeccionar el trabajo realizado. Detrás de ellos, una puerta abierta que invita a conocer el luminoso Cabañil en su época estival. Y, sobre todos ellos, la luz. Los rayos del sol luchan por colarse por las parras y juegan con las sombras en el que ya es un ambiente típico ‘sorolliano’. Porque es ahí donde reside la esencia de Joaquín Sorolla y Bastida (1863-1923), en ese juego de luces mediterráneas que ahora presenta la Fundación Museo Sorolla en Sorolla en París, una exposición dedicada a los grandes hitos internacionales del artista valenciano que se podrá visitar hasta el próximo 19 de marzo.

Cosiendo la vela
Cosiendo la vela (1896)

En Cosiendo la vela (1896), el pintor valenciano dilata las dimensiones lumínicas con una representación costumbrista que reúne tres de sus grandes aficiones pictóricas: el mar, el paisaje valenciano y la luz. Sorolla, que se consideró a sí mismo como un pintor naturalista, aseguró por carta a uno de sus amigos, Pedro Gil, que este cuadro era un gran riesgo pictórico. Sin embargo, también aventuró que “si la cosa gustara ya sería un gran triunfo, pues me animaría a seguir por el camino nuevo, para mí el único, la verdad sin arreglos”. Y no se equivocaba.

Presentó el lienzo en varios certámenes internacionales y logró la Medalla de Oro en la Exposición Internacional de Múnich de 1897 y la Gran medalla del Estado en la de Viena de 1898. Cinco años antes, en 1893 y cuando aún perfilaba las primeras pinceladas de una trayectoria internacional, le confesaba a Gil: “Tú ya comprendes mi deseo cuál es: abrirme camino fuera de España”. Y así lo hizo. En poco más de una década, triunfó en ferias internacionales de Berlín, Múnich, Viena, Venecia, Londres y París. Sobre todo, París.

La ciudad francesa se convirtió en la capital del arte por excelencia a raíz de la Exposición Universal de 1855. Desde ese año, y de forma anual, se organizó el Salon des Artistes Français, la gran muestra de la Academia de las Bellas Artes que reunía a las personalidades más destacadas del mundo de la pintura. Cualquier artista que deseara lograr el respaldo de la crítica anhelaba presentar allí sus lienzos. Y Sorolla no iba a ser menos. Estaba formándose en Roma cuando conoció a Pedro Gil, posterior remitente de muchas de sus cartas y principal causante de ese amor loco y disparatado por la Ciudad de la Luz que nació en Sorolla. El empresario español le invitó a viajar a París y hospedarse en su casa. Una única visita en 1885, a la edad de veintitrés años, le sirvió para quedarse prendado del ambiente cultural, pictórico y naturalista que se respiraba en cafés y bistrots de la ya considerada cuna del Arte. A este primer viaje le siguieron muchos otros, ya acompañado de su mujer Clotilde, en los que intentó visitar el mayor número de museos, talleres y exposiciones. Porque Sorolla no estaba interesado en pintar París. A lo largo de su vida, tan sólo retrató un boulevard que, casualmente, fue un encargo norteamericano. Sorolla suspiraba por París como esa metrópoli representante del arte bohemio de la época.

¿Quién le iba a decir que años después irrumpiría en el panorama pictórico del Salón de París con La vuelta de la Pesca (1895)? “Una vez más es un extranjero, Joaquín Sorolla, de Valencia, quien da la nota más resonante y quien produce la mayor impresión”, llegó a afirmar Charles Yriarte en Le Figaro. Si el citado óleo le permitió medirse con los grandes triunfadores de la época y le situó en el mapa europeo, la posterior presentación de Cosiendo la vela y Comiendo en la barca definieron la paulatina consagración internacional de un Sorolla social y naturalista que terminó de consolidarse con Triste herencia (1899). La personificación de un grupo de niños tullidos en su escenario marítimo por excelencia, la playa, le valió su primer Grand Prix durante la Exposición Universal de París de 1900.

Triste herencia
Triste herencia (1899)

Con la vocación de narrar el triunfo social del artista valenciano desde esa primera huida a París acompañado de Pedro Gil, la Fundación Museo Sorolla, en colaboración con el Ministerio de Educación, Cultura y Deporte, alberga la exposición Sorolla en París, una retrospectiva que puede visitarse desde el pasado 24 de noviembre hasta el próximo 19 de marzo. Existen múltiples motivos que pueden llevarnos a recorrer la muestra, pero quizás parte del encanto de la misma reside en que el pintor se convirtió en su propio curador, articulando un escaparate de obras que transitaban por todo el continente europeo.

Sorolla en París no sólo invita a realizar un recorrido por la progresiva consagración internacional del autor. La evolución también es palpable en su estilo pictórico. Unas primigenias obras de carácter social como Trata de blancas revelaron al valenciano como uno de los voluntarios herederos de Velázquez. Unos interiores más bien oscuros como Los pimientos (1903) daban a conocer su faceta más íntima y cosmopolita. Sin embargo, poco tardó en olvidarse de la pintura académica. El tiempo que tardó en triunfar. Con el éxito económico y reconocimiento asegurado, Sorolla olvidó los duros y fríos retratos de finales del siglo XIX para dejarse avivar por el calor del Mediterráneo.

Los pimientos
Los pimientos (1903)

A pesar de que llegó a tildar a los impresionistas como una serie de ‘chiflados’ y una ‘plaga de holgazanes’, se dejó conquistar por los aspectos formales de luz y color que éstos postulaban. Sus relajadas, delicadas, largas y empastadas pinceladas representaban, materializaban, capturaban, casi de forma fotográfica, lo que sucedía en tan solo unos segundos. Un instante. Unos Niños a la orilla del mar (1903) disfrutaban en Verano (1904) de las playas y Rocas de Jávea (1905) mientras una serie de Pescadoras valencianas (1915) se encontraban en el Fin de (su) jornada (1900). Los reflejos de esa luz azulada de las ondas del mar que se tornan ligeramente anaranjados con el baño del atardecer muestran un Sorolla cuyo único objetivo era captar un momento fugaz, a veces desapercibido, de la vida moderna.

Niños en la orilla del mar
Niños en la orilla del mar (1903)

El negro desaparece por completo y deja paso al “blanco sobre blanco” en esta serie de composiciones que preparó con motivo de su primera exposición monográfica en la galería Georges Petit de París en 1906. “Aquello no es pintar, es robar a la naturaleza la luz y los coloresdeclaró Vicente Blasco Ibáñez. Se pasa el día entero entre la arena que echa fuego y el cielo que vomita llamas, sin quitasol, porque su sombra podría modificar la visión clara y precisa de la luz y los objetos, sin otro abrigo que la minúscula ala de su sombrero”, explicaba el escritor. En muchas ocasiones, los franceses remiten a la expresión amour fou para definir aquel que es necesario, vital, fascinante y meramente obsesivo. Y Sorolla tenía varios: su mujer Clotilde, el mar Mediterráneo y la luz. Sólo hay que saber mirar sus cuadros para percibirlo.

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