MADRID TRAS LA ERA FARAÓNICA

Madrid ya no es la ciudad de la que hablaba Sabina en los ‘80: no hay jeringuillas en lavabos, y ya casi no quedan rincones. Puede que las niñas sigan sin querer ser princesas, y la playa es verdad que sigue estando a varias horas. Pero Madrid ha cambiado en esta década, se ha transformado creciendo. Me fui de aquí hace 6 años, en plena era faraónica, cuando las obras eran más tema de conversación que el tiempo o el fútbol. Desde finales de los ’90 la potencia de la industria inmobiliaria ha generado riqueza al país, y una drástica ampliación del casco urbano de la capital. Ahora, en los años más duros de una crisis, la Comunidad, terriblemente endeudada, afronta el pago de unas obras que por fin han terminado. Y es otra Madrid: embellecida, más limpia, funcional y divertida.

Es una ciudad rodeada de desierto agrario, con un balcón al norte en forma de frondosa sierra, que siempre ha dado la espalda a su río Manzanares. Es una villa amplia y horizontal, con ese inmenso cielo de meseta que inunda el Monte del Pardo, en cada atardecer, con brasas que se resisten a marchar. Madrid, cada vez más cosmopolita, sigue siendo una ciudad de pueblos, o un inmenso pueblo de barrios, socialmente muy unida, pese a las diferencias. Una ciudad en la que viven cada vez más extranjeros, y que ha sido siempre destino y cruce de caminos en el éxodo rural: los antepasados de casi nadie en Madrid son de la Comunidad, más allá de la 3ª o 4ª generación; los que lo superan, carpetanos de pura cepa, reciben el apelativo de gatos. Y esto hace que las tradiciones madrileñas sean, de algún modo, un poco las del resto de España.  

La nueva cara de Madrid incluye la ya clásica oferta cultural, pero con algunas novedades: las ampliaciones del Museo de Prado y del Reina Sofía mantiene a la ciudad en la vanguardia del arte europeo; la Gran Vía ha recuperado el esplendor de otras épocas con el resurgimiento del musical, que ha sustituido en gran medida a los cines; el Teatro Real, casa de la ópera, está en manos del polémico y atrevido Gèrard Mortier; y por fin parece que cuajan festivales de pop-rock como el Día de la Música de Heineken, o el DCode Festival. Las nuevas generaciones post-transición empiezan a tomar las riendas, y se nota. Jóvenes con buena formación que, pese a la falta de empleo a su altura, demuestran que poco a poco resurge en los madrileños la capacidad e iniciativa asociativa. El Centro Social Auto-gestionado La Tabacalera (es, de hecho, la antigua fábrica de tabaco) es uno de los últimos y mejores ejemplos: un enorme espacio libre a disposición del pueblo que acoge eventos culturales y artísticos, talleres, servicios de consultoría legal, y un largo y necesario etcétera. Un espacio como nunca lo ha habido en Madrid: en Lavapiés, el corazón de la capital. 

Resulta curioso que el centro, las partes más antiguas de la ciudad, cada vez más peatonalizadas, registre los mayores porcentajes de población extranjera: el mestizaje está en ciernes, pero en la oferta gastronómica ya se nota su presencia. Madrid ha pasado en 15 años del McDonalls al kebap, y de éste al amplio abanico de comidas del mundo. Superado el primer contacto, ahora lo que gusta es ir al restaurante chino al que van los chinos, como el de los subterráneos de Plaza de España, o al japonés donde los nipones comen el sukiyaki los sábados, el Don Zoko de calle Echegaray. En los últimos años se ha expandido en la ciudad el imperio gastronómico de Gastón Acurio, chef y escritor peruano que desde 1994 regenta junto a su mujer el Astrid y Gastón, y que inauguró hace unos meses el pequeño Tanta. Madrid es, hoy en día, una de las capitales de la comida nikkei, fusión de peruana y japonesa. El Nikkei 225 de Luis Arévalo es la última gran novedad en  ese sentido. Un sinfín de restaurantes regionales españoles y del resto del mundo, además de la inmensa oferta de bares, que despliegan ahora sus terrazas, cafés, pubs y discotecas: Malasaña, Alonso Martínez, Huertas, La Latina o Lavapiés son barrios que siempre cierran de madrugada.

Pero Madrid no es solo la ciudad. Está recuperando su río, con el ambicioso proyecto de Madríd Río, un enorme parque-paseo de varios quilómetros que acompaña al cauce del Manzanares. Su cuenca bordea la ciudad por el oeste, y su tramo alto, desde el nacimiento en la sierra, está protegido e integrado en un Parque Regional que engloba todo el Monte del Pardo. El rural madrileño se inclina bruscamente hacia el noroeste: un sistema montañoso, compuesto por varias sierras de picos que alcanzan los 2000 metros, se extiende a modo de frontera con Castilla y León. Guadarrama, Gredos o Somosierra son lugares imprescindibles para los amantes, del esquí en invierno, y de la naturaleza todo el año: rutas de senderismo, espacios de flora y fauna protegida, ríos nacientes donde uno se puede bañar, El Escorial, el Valle del Paular; un lujo para los sentidos. Y hacia el sur, la cuenca del Río Tajo nos regala preciosos espacios verdes, fresas en Aranjuez, y una ruta de los literatos deliciosa, por su afluente, el Henares, hacia la Alcalá de Cervantes

Madrid es una gran ciudad en una pequeña Comunidad, pero tenemos de todo: la calma de barrio en la urbe, la sombra de unas montañas de familia, ocio y entretenimiento por doquier, gentes de todas partes y, últimamente, unos precios en paulatino descenso. Lástima que no haya trabajo. Lástima que, pese a haber pasado 30 años de aquella canción de Sabina, Madrid siga sin tener mar.

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