Vogue, Squire, Look, Life, Glamour y Holiday son algunas de las revistas para las que trabajó el fotógrafo estadounidense Bert Stern, especialmente reconocido por sus capturas en el mundo de la moda y retratos de personajes célebres, pero su trabajo más conocido es The last sitting (La última sesión), una colección de 2.571 fotografías tomadas a Marilyn Monroe en 1962 en el hotel Bel-Air de Los Angeles. Este reportaje lo realizó seis meses antes de la muerte de la actriz y parte del mismo se publicó en Vogue. La primera edición del libro The Last Sitting se hizo en 1982 y en él, el mismo Stern cuenta el encuentro con detalle.
En 1955 la vio por primera vez en una fiesta de la que era total protagonista, causándole una gran impresión que no habría de olvidar nunca. Su sensación fue que ella se encontraba en el vórtice de una espiral de luz y hombres, que quedaban irremediablemente hechizados solo con mirarla. Le resultaba imposible apartar su vista de ella y hasta llegó a comentar que el vestido verde que llevaba puesto parecía haber sido cosido directamente a la piel, tal era la perfección con la que se ajustaba a sus curvas hipnóticas.
Aunque su carrera aún no estaba consolidada, por aquel entonces ya tenía cierta reputación en el mundo de la fotografía, granjeada sobre todo por sus excelentes en publicidad. Su obra culmen en este campo fue una imagen de una pirámide de Egipto invertida vista a través de un vaso de vodka, realizada para una campaña publicitaria de Smirnoff.
En 1959 se casó con la chica de sus sueños. Ella era bailarina, tenía talento y era muy disciplinada, reunía todas las cualidades que un hombre podría desear, pero eso no contribuyó en absoluto a que Marilyn desapareciese de su mente, a quien quería fotografiar sobre cualquier cosa, incapaz como era de olvidar la tremenda sensación que ella le había causado.
En 1962, empezó a trabajar con la revista Vogue haciendo fotos de moda, sus fotografías vendían ropa. Él era un enamorado de las mujeres y de la fotografía, así que su trabajo, que concebía como la perfecta combinación de ambos aspectos, le hacía la vida maravillosa.
Tenía un contrato de trabajo para fotografiar a Elisabeth Taylor en la película de Cleopatra, en Roma. Tras la experiencia, le resultó imposible no sentir la necesidad imperiosa de hacer un reportaje semejante con Marilyn, así pues, en cuanto regresó a Estados Unidos llamó a Nueva York y le dijo a su secretaria que pidiese una cita con su agente para fotografiarla en una sesión. Vogue nunca había hecho fotos de Marilyn. Y, contentos con el trabajo de Stern, y seguros de que era una muy buena idea, solicitaron la aceptación por parte de su agente, y la consiguieron.
Él quería hacer una foto que sacará a Marilyn en estado puro y fuese una foto única que perdurase para siempre. Pensó que le haría un retrato de cara en blanco y negro, aunque, muy en el fondo de su alma, si bien no lo suficiente como para no ser perfectamente consciente de ello, lo que realmente quería era desnudarla.
La condición que le puso Marilyn fue hacer la sesión en Los Angeles. Él pensó en el Hotel Bel-Air. Era exclusivo, privado y alejado. Tenía un puente, cisnes en una especie de lago, jardines, arcos, patios con flores… Era perfecto para la sesión fotográfica de la mujer más sensual de todos los tiempos. Él no sabía que Marilyn amaba ese hotel y había estado viviendo allí mientras estaba sin pareja. Así pues, las pocas dudas que aún podía albergar se disiparon automáticamente cuando se enteró y lo escogió para que ella se sintiese como en casa.
Le adjudicaron la Suite 261. Vogue le había dado velos, fulares, pañuelos y joyas para las fotos. Estuvo preparando la iluminación, los fondos y toda la técnica fotográfica durante días. No solo quería espacial visual sino auditivo así que puso un equipo preparado para la música. El agente de Marilyn pidió que tuviesen tres botellas de Don Perignon, champán francés. Quedaron a las 14.00 y ella apareció a las 19.00, aunque esto no le sorprendió en absoluto a Bert, más bien se sintió incluso agradecido y halagado porque ella se dignara a presentarse. Sus primeras palabras fueron: “Hola, soy Bert Stern”. Le dio la mano, y se percató de que tenía los ojos azules. Tiempo después, él cuenta refiriéndose a ese ese instante: “olvidé mi matrimonió, mi bebe, Nueva York y todo, menos ese momento”.
Le sorprendió su tono de voz, era la de una mujer normal. Tenía miedo de que la imagen proyectada de Marilyn en su cabeza fuera una mitificación, mucho mejor que la real, pero ocurrió justo al revés. Él quería fotos sin maquillaje, al natural, si acaso solo con la raya del ojo, pero ella, coqueta, le pidió un poco de barra de labios roja. Tenía una belleza especial que no era capaz de entender, nada en su cuerpo era totalmente perfecto, pero en su conjunto resultaba simplemente sobrenatural.
Mientras él hacía pruebas con la cámara, observó a través del espejo como ella miraba de reojo los pañuelos que había en la cama mientras se pintaba los labios. Más tarde, haciéndose la despistada e inocente, pero sin perder la picardía, cogió uno de los pañuelos y estirándolo preguntó, mirándome directamente a los ojos: “mmm, ¿quieres hacer desnudos?”. Aunque guardaba ciertas reservas a mostrarse sin nada ante el objetivo, alegando que no quería dejar ver una cicatriz de su reciente operación de vesícula, enseguida entró en el juego. Hizo un desnudo a través de un velo a rayas negras y translúcidas. Él se perdía en estas últimas.
Respecto a la música, ella preguntó por Frank Sinatra. Bebieron el champán francés e hicieron fotos. Era la mejor mujer que había fotografiado nunca. Se expresaba y movía genial ante la cámara. Su cuerpo hablaba por sí solo. Poco a poco, imbuidos de ese ambiente íntimo y acompañados por el alcohol, entraron como en una especie de comunicación sensual y explosiva. Él explica en el libro que es como si estuviesen haciendo el amor a través de gestos y movimientos, que “iban saltando de nivel en nivel”.
En un momento de la noche en el que ella fue al baño, al volver, ataviada solo con una toalla, la dejó caer en un aparente gesto involuntario de torpeza. Stern sacó una foto y dijo: “ésta es solo para mi”. Terminaron casi a las 7 de la mañana después de 12 horas trabajando.
Satisfecho a medias con el trabajo, pues le había sabido a poco, enseñó las fotos a Vogue, y le dijeron que eran una maravilla, pero le encargaron más, esta vez con ropa para una campaña de moda. Reservó para tres días el mismo hotel. Además, para esta ocasión podría contar con uno de los mejores peluqueros (Kenneth) y una de las mejores editoras (Babs Simpson). Había otra diferencia más: esta vez no querían desnudos sino ropa para venderla en Vogue, solo moda.
Era un 23 de Junio de 1962. Todo eran preparativos, prisas y nervios para el histórico reportaje de Marilyn Monroe. Tres agentes de seguridad enviados por la revista Vogue, se encargaban de despistar a los medios de prensa. Leif-Erick Nygards, ayudante del fotógrafo, daba los últimos toques para hacer que todo fuera simplemente perfecto (como ella), reunía telas y fondos de tonos negros y pastel, probaba la iluminación…
Se estaba preparando aquel caluroso día de junio, lo que iba a ser no solo un bien remunerado trabajo, sino la sesión fotográfica más conocida de la historia.
Lógicamente, Bert Stern nunca pudo imaginar que aquellas 2571 fotos serían las más apreciadas, criticadas, admiradas, buscadas y solicitadas del mundo, más de cuarenta años después de las tres jornadas de trabajo. Tenían un proyecto que todos los profesionales del mundo envidiarían. Vogue había encargado un amplio reportaje de una actriz, símbolo y diosa de todas las épocas. El objetivo, ahora mudo ante los intensos preparativos, cantaría el aria más hermosa jamás oída ante la magia del rostro y el cuerpo de quien se dijo:
«Tenía un sentido especial sobre la lente fotográfica y un talento innato hacia ella. Se encontraba como pez en el agua»
«Adoraba a los fotógrafos….ejerciendo un control absoluto con la intimidad de la fotografía»
«Era imposible que saliera mal, aunque se intentase. Tenia el brillo de una cascada de agua y movimientos llenos de lirismo»
Esta vez escogió la suite mas grande del hotel Bel-Air, que es el bungalow nº 96, una especie de cabaña independiente del resto del complejo, de manera que todo parecía estar funcionando a la perfección para lograr ese ambiente de intimidad que necesitaban. Babs, la editora, llevaba un carrito de vestidos, con lo cual no iba a haber desnudos, solo vender ropa. También habían llevado muchas botellas de champán y un vino exquisito. El médico le dio a él una pastilla para que cuando se encontrara muy cansado se la tomase. Él cuenta que por aquel entonces no sabía mucho del mundo de las drogas. Habían quedado con ella a las 14.00 y se presentó a las 16.30. Venía con todo su séquito. Empezaron a hacer las fotos y ella enseguida dio muestras de estar aburriéndose de tanta moda, lo que quería era algo más especial, mas sensualidad. Y él también. Quizás contribuyó a esta sensación el hecho de que la actriz llevaba horas bebiendo vodka solo tras el champán y el vino, aunque toleraba muy bien el alcohol, ya que esta era la vida que llevaba diariamente en su trabajo. El también estaba achispado, y consciente de que sus fuerzas empezaban a flaquear, se tomó media pastilla. Esta le dio mucha energía. Ella, inmersa en ese juego que solo ellos dos compartían, comenzó a decir que la ropa le estaba aburriendo y se puso como una especie de camisón de encajes. Marilyn se levantó el camisón enseñándole el pecho y le dijo: “¿Qué tal está para 36?” (refiriéndose a su edad) Y él asegura que en ese momento fue capaz de pronunciar un seguro: “Marilyn, no me asustas”.
Cohibido por el exceso de gente a su alrededor, Stern sugirió que todos se fueran para tener un momento más íntimo en el que Marilyn pudiese dar todo de sí, y poder retratarla en su estado real, puro. Su intención era sacar esa foto soñada que que perduraría para siempre. La colocó en la cama y fue pidiéndole que se quitara la ropa. Refiriéndose a los desnudos insinuantes de Stern, Marilyn Monroe dijo una vez:
«En mi impulso de aparecer desnuda y en mis sueños sobre ello, no había ni vergüenza, ni remordimientos, tal vez odiaba la cicatriz de la operación, pero pensar que la gente va a mirarme, me hace sentirme menos sola»
Tras tantas horas de trabajo, ella se quedó adormilada, y entonces él intentó darle un beso, aunque ella giró la cara y dijo simplemente: “No”. Se quedó paralizado y su corazón se hundió, pero aún así pasó la mano por debajo de las sabanas y tocó su piel, tras lo cual, al apartarla, ella le dijo “¿Dónde has estado todo este tiempo?”.
Se rindió al sueño definitivamente después, momento que Stern aprovechó para hacer una última foto dormida.
Al día siguiente la actriz no apareció. Llamó su agente diciendo que no iba a trabajar e invitó a la editora y al equipo a tomar algo menos en casa de ella, pero la oferta ni le incluía a él. Al tercer día sí que se presentó, pero ya nada era igual, estaban muy distantes.
Él quería la foto definitiva que realmente había venido buscando. Se le ocurrió que ella estuviese boca arriba en la cama, colocando la cámara suspendida sobre ella, de tal manera que la enfocara directamente desde arriba. Hubo varias veces en que Marilyn se sentía como ausente, estaba con la mirada perdida y Stern tuvo que inventar mil historias para hacerle sonreir, como por ejemplo, sobre el rodaje de Cleopatra, anécdotas del furor uterino de Liz Taylor sobre Burton y el ruido que hacían cuando practicaban sexo en la roulette.
Más cómoda, logró soltarse ante la cámara, sacaron las fotos, y todo acabó.
El último día, el 25 de junio, ya anochecido, en la misma puerta del bungalow 96 del hotel Bel-Air, esperaban a la actriz un coche oficial del fiscal de EEUU, conducido por dos hombres vestidos de negro.
Él resume la experiencia como el amor de toda una vida en tres días.
Tras presentar todas las fotografías a Vogue, en la revista discuten sobre cuáles utilizar y cuáles no hasta que llegan a un acuerdo, mientras que el fotógrafo le había hecho llegar a Marilyn un tercio de ellas, cumpliendo con una condición previamente impuesta por su agente. De todas ellas, ella tacha la mitad más o menos directamente sobre los negativos con maquillaje y rimel, inutilizándolos para siempre. Poco después, coincidiendo con el proceso de impresión de la revista que incluía su reportaje, la actriz murió, y tras parar totalmente las máquinas, llegaron a la conclusión de que usarían las fotos a modo de homenaje póstumo, manteniéndola viva en el recuerdo para siempre.
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