ARQUITECTURA SUSPENDIDA

Imagen del edificio

El 14 de noviembre de 2008, una famosa Web turística publicó una lista con los diez edificios y monumentos más feos del mundo. Tras una dura pugna, las gemelas Torres Colón, duodécimos bloques más altos de la capital española, aparecieron en un “honroso” sexto lugar. “Ten cuidado de no empezar la casa por el tejado”, avisaba el dicho popular. Pero Lamela, su arquitecto, no quiso hacer caso, y, cómo son las cosas, sin pretenderlo, su obra terminó presidiendo lo que algunos entendidos han calificado como “el conjunto urbano más espantoso de Europa”.

Antigua sede de la malograda Rumasa, una cegadora cristalera de color vino se cierne, impasible, sobre el cielo de Madrid. Son las Torres Colón: dos raíces, dos troncos, dos frutos que penden, como si de una pagoda china se tratase, de un copete metálico verdoso algo enfermizo que las une a 116 metros de altura. Dos torres gemelas y colgantes que, en un complejo ejercicio de arquitectura suspendida único en España en su tiempo, componen todo un desafío a la gravedad y, qué le vamos a hacer, también a la estética urbana del centro de Madrid.

Y es que, si bien es cierto que su ubicación, la destartalada plaza del Descubrimiento, ayuda, y mucho, es innegable que las Torres Colón carecen, también por sí mismas, de ese “algo” que podría haber hecho de un edificio de sus características un referente de la arquitectura capitalina.

Así, víctimas, quizás, de una política municipal voluntariamente necia, vienen a sumarse sin aportar ni un rayo del brillo de su caparazón a la ausente ordenación de fachadas que resulta el eje Recoletos-Castellana. “El museo involuntario de los horrores del posfranquismo”, como lo bautizó Paco Umbral.

Las Torres Colón no consiguieron, ni por dentro, ni por fuera (su interior resulta de lo más angosto), el toque de modernidad que pretendían. Tampoco supieron cómo dar con ese toque de señorío necesario en la zona, ni alzarse como emblema del Madrid de la transición. Cómo hacerlo cuando su rasgo visible más destacable es, quizás, una estridente y poco acertada combinación de colores. Granate y el pistacho, sin texturas, de su “enchufe”, como se conoce entre los lugareños al remate que luce en su punto más alto.

Y así, verde, queda la obra más polémica del artífice del estadio Santiago Bernabéu. Encajada entre los edificios colindantes y sin maridar en su mole la fuerza de lo inmenso y el atractivo de lo nuevo que, en potencia, tenía; dejando, si cabe, un poco más deslucido un lugar en el que, azorado por tanta impudicia urbanística, hasta el mismo Colón se vuelve de espaldas para mirar a otro lado.

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