Se dice, se cuenta, se rumorea, que allá por 1817 un conjunto de mareos, vértigos y alucinaciones se apoderaron del escritor francés Stendhal justo después de abandonar la Santa Croce y tras varios días de recorrido por la ciudad del Arno, los Ufizzi, las joyerías del Ponte Vecchio, la casa del David, La primavera de Botticelli, la cúpula de Brunelleschi… Pasó el tiempo y los síntomas que sufrió los padecieron también otros muchos turistas y amantes de la capital de la Toscana. De esta forma, el pseudónimo de Marie-Henri Beyle dio nombre a un curioso síndrome provocado por la incapacidad del ser humano de asimilar la acumulación de tanto arte en tan pocos metros cuadrados.
Porque Florencia es una ciudad pequeña, algo más de 368.000 habitantes, pero su grandiosidad sobrepasa todo lo esperado de ella y su magnificencia emborracha al visitante que, en la mayoría de los casos, debe asimilar en tres días, cuatro o cinco con suerte, la mayor huella que el periodo renacentista italiano dejó sobre la bella Italia. Pasó el tiempo y lo que padeció el francés continuó siendo un síntoma relativamente común en sucesivos visitantes que, ya sea saliendo de la iglesia en la que desde 1564 descansa Miguel Ángel, del Duomo de Arnolfo di Cambio o de cualquier otro templo religioso o pictórico, se sintieron también aturdidos ante tanta maravilla. Y parece que la historia ni es exagerada ni se ha quedado como una simple anécdota. Cada año, uno de los hospitales más reconocidos de la ciudad, el de Santa María Novella, acoge en su departamento destinado específicamente a combatir la enfermedad del arte, al menos, a dos pacientes incapaces de digerir tal aglomeración de esculturas, pinturas y edificios renacentistas.
Y a pesar de todo, aún sigue habiendo entre las callejuelas aledañas a la catedral y al centro mismo, peatonal en su mayoría, un lugar menos infectado de turistas y ajeno a la grandiosidad monumental de los alrededores. Vecina a la que fue su casa, la capilla de Dante Alighieri (Santa Margherita dei Cerchi) alberga en su interior un modesto altar, una simple decoración con cuadros contemporáneos del escritor y exposiciones itinerantes de dudosa categoría. Pero en el extremo izquierdo llama la atención de los escasos visitantes un gran cesto de mimbre rebosante de cartas y manuscritos. Amores imposibles, esperanzas no consumadas y deseos sin alcanzar se entremezclan con las plegarias a Beatrice Portinari. A ella, que apenas conoció a un Dante al que enamoró sin intercambiar palabra. Se conocían desde pequeños y nunca tuvieron una relación. Pero con ella, él experimentó los sentimientos que después plasmaría en obras como Amor Cortés. Difícil de entender, lo suyo fue una relación platónica alejada de la carnalidad, etérea y sin consumar. Fue su musa, su fuente de inspiración, su vida.
Apenas unos metros separan la Santa Croce y el fastuoso sepulcro de uno de los escritores italianos más reconocidos del de su gran amor, una modesta lápida de piedra adornada con un puñado de flores baratas. Su legado va más allá de la Divina Comedia pero siempre será recordado por su alegoría del purgatorio, el infierno y el paraíso, de trascendental importancia para el enriquecimiento de la lengua y la cultura italianas. La de ella, sin embargo, fue una vida anodina y simple, sencillez que cautivó al artista que reposa en la basílica donde nació el mal de Sthendal. Y así, como una mágica contradicción, se entremezclan riqueza y pobreza, humildad y ostentación en torno a una historia que cierra el círculo. Lo termina y representa la verdadera esencia de Florencia, contrastes callejeros y monumentales levantados a la orilla de un río que acaricia la frondosa colina tras la que continúa teniendo vida propia el sabor común y genuino de toda la Toscana.