Infinitas, inabarcables, eternas.., en tonalidades amarillas, verdes y anaranjadas se extienden las planicies de la España rotunda, de la España fría, de la España esencial… De esa España en la que la mirada se pierde en el horizonte de campos de mies y en el lacrimoso reflejo de ojos suplicantes que se dirigen al cielo. Plañideros e implorosos.., hondos.., como esa tierra de color “negro” que a principios del siglo XX tantas imágenes brindó para escribir, componer y colorear relatos sobre una España diferente.., sobre una España auténtica.., sobre una España profunda: sobre la España de Castilla la Vieja.
Petrificados. Clavados en tierra cerrada, tupida, se muestran los habitantes de esa población castellana de principios de siglo que José Gutiérrez Solana reflejó en Chozas de la Alhóndiga. Esos personajes con viviendas de muros gruesos y tejados a dos aguas que bien parecen ser marionetas de cartón-piedra movidas al antojo de un creador… Pero también al antojo de los vaivenes del viento de Castilla… Al antojo.., del paso del tiempo… En él están anclados… Por él están recortados… Por él estaban tamizados los colores que aplicaba la mano del pintor, pero también aquellas palabras con las que el demiurgo del “Señor”, nunca mejor dicho, Señor Cayo, perfiló la silueta de unas manos a punto de sangrar.., de una lumbre a punto de fenecer.., de una aldea a punto de sucumbir… De una vida sostenida por las patas oxidadas de una trébede y el resoplo fatigado de unos fuelles.., por los golpes secos de una guadaña y los círculos amañados de una criba.., entre lomas de escarpada piel y acequias de helado caudal…
De una vida a la que Miguel Delibes rinde culto en El disputado voto del Señor Cayo, una novela escrita en 1978 en la que muestra los últimos rescoldos vitales de Cureña, una aldea del norte de Castilla en la que nada de interés, salvo el mismo tiempo, parece acontecer… Nada. Nada hasta que el petardeo enloquecido de un incendiario vehículo viene a perturbar la quietud de sus calles, con olor a panfleto, a megáfono… Con olor a teatro vacío, hueco, necio… Con conversaciones en su interior intrascendentes, absurdas e irrisorias que no hacen más que servir como plataforma de muestra de un vocabulario postizo y grosero. Con diálogos en los que no sólo trasluce la diferencia entre el lenguaje empleado por sus ocupantes y el empleado por el único habitante de la aldea, sino que también sirven para ridiculizar la silueta de una clase política de jóvenes movidos realmente a merced de su propia diversión, necedad y desatino.
¿Estamos ante una caricatura de la clase política? ¿Estamos ante una caricatura de la vida en el campo? A través de un lenguaje preciso, incisivo y diferenciado, Delibes contrapone la forma de vida de dos mundos ajenos y alejados. El lenguaje que pone en boca de uno de ellos puede llegar a resultarnos molesto, repelente y, de cotidiano y directo, poco natural, y el lenguaje con el que da voz al otro está tan hinchado de localismos que puede llegar a pecar de abusivo.
El coche sigue avanzando.., el relato sigue trascurriendo.., las palabras siguen haciendo su labor.., pero las que continúan y continuarán calándonos más hondo son y seguirán siendo aquellas que nos hablan de campos rotundos y de cielos encapotados.., de fachadas desconchadas y de portezuelas hinchadas por la humedad.., de manos agrietadas por el aire y de corazones apunto de languidecer.., como aquel que hace un mes hizo un año que lo hizo.., el del “cazador que escribe”.., el de Miguel Delibes…