La silueta de un pueblo de oro

La silueta de un pueblo de oro. Así describió Víctor Hugo en su libro de viajes Los Pirineos a la ciudad de Hondarribia. Para alguien como yo, que ha nacido y crecido en una ciudad que apenas conoce de mar, paisajes verdes y buen marisco, el norte se nos hace tentador para visitar. No hay más dudas, ¡un billete a San Sebastián, por favor!

Llegar, descargar maletas, checking en el hotel y disfrutar. Hondarribia en euskera y Fuenterrabía en castellano. Dos palabras que no pierden la misma esencia. La de un pueblo norteño actual con la base histórica de reyes, reinas y legendarios corsarios. Ya en la mente se me desdibuja una novela que no está firmada por Pérez Reverte, sino por todo aquel que visite este lugar y quiera sacar de ella el máximo jugo.

No cojo el coche. Me gusta andar, saborear cada esquina, cada recoveco de esta vieja ciudad de piedra, de señores con txapelas y señoras de pelo corto, donde los franceses deciden atracar su barco en el puerto y los niños corretean sin temor paterno alguno que se hagan daño a orillas del mar.

El casco viejo

Pero empecemos por lo clásico, el casco viejo. Observado en lo alto por el palacio de Carlos V, una fortaleza construida sobre los restos de un castillo, dominando la desembocadura del Bidasoa. Actualmente es el Parador de Turismo desde el 25 de mayo de 1966. Se trata de una construcción de planta cuadrangular con recios muros de piedra. En 1929 el Ayuntamiento lo adquirió a instancias de la reina María Cristina de Habsburgo-Lorena, que en el verano de 1928 y con motivo de una visita a la ciudad, se alarmó ante la venta inminente del edificio y propuso su adquisición al entonces alcalde, Francisco de Sagarzazu. Se puede visitar si no está uno hospedado.

Vecina contigua a él, a mano derecha, se encuentra la otra obra maestra. La Iglesia parroquial de Santa María de la Asunción y del Manzano. El templo tiene planta en forma de cruz latina con tres naves a diferentes alturas. Destaca la bóveda estrellada bajo el coro que se apoya sobre un arco rebajado de gran riqueza decorativa donde llama la atención la variada iconografía religiosa y heráldica. Se representa a la Trinidad como una figura con tres cabezas fundidas entre sí y que porta en sus manos un triángulo equilátero. Según algunos especialistas se trata de la única representación de este tipo que subsiste en la Península Ibérica y seguramente de las poquísimas existentes en Europa. La sacristía, deteriorada, aún guarda entre sus paredes los entresijos del clero y la nobleza. Al párroco, D. Jesús Domínguez, no le hace falta la luz, ya que los dos imponentes ventanales que miran a la ría dejan entrar una iluminación natural. Se prepara para la misa, abre un cajón y despliega sobre una mesa grande de madera de roble la casulla mientras, susurrando, recita las oraciones. Leire, una parroquiana, le ayuda a vestirse. Sale con su iPad donde lleva grabado el misal y varias canciones y comienza la celebración.

Su historia está jalonada de sucesivas reconstrucciones propiciadas por incendios, como los de 1461 y 1498, y los diversos asedios a los que fue sometida. El de 1794 provocó la destrucción parcial de sus fortificaciones renacentistas y la pérdida definitiva de su condición de plaza fuerte. El recinto fortificado encierra un conjunto de calles empedradas y repletas por bellos edificios con balcones de hierro forjado y amplios y labrados aleros de gran belleza arquitectónica.

Fue a finales del siglo XV y principios del siglo XVI cuando se acometieron las grandes obras de la fortificación deshecha. Prueba de ello son los cubos, baluartes, fosos y puentes levadizos que se levantaron protegiendo a la población que habitaba. El acceso al espacio intramuros se realizaba a través de dos puertas, la de Santa María y la de San Nicolás precedidas de sendos puentes levadizos.

 

San Pedro Kalea

Salgo de la muralla, y camino hacia la playa. Hay un camino que conecta con el pueblo y desde donde se puede atisbar todos los tejados de la ciudad. Se nota la construcción parisina de algunas casas de finales de S. XIX. Llego a San Pedro Kalea, la zona turística, repleta de restaurantes situados en las antiguas casas de los pescadores, donde se puede degustar buena comida casera en cualquiera de ellos.

Sigo andando y llego al puerto, donde veleros y yates esperan aparcados a que sus dueños les conduzcan hacia alta mar. Es la zona más nueva de la ciudad y la más residencial. Se puede cenar, tomar una copa y reservar clases de buceo, piragüismo y vela. También cuenta con un amplio polideportivo y diversas pistas de deporte y skate. Es el lugar de encuentro para los más jóvenes, quienes pretenden seducir a las mujeres con sus diversas acrobacias, donde fumar el primer cigarrillo y contarse los secretos más ocultos de unos y otros.

 

El faro de Higer

Me dispongo a seguir aunque no haya más pueblo. Ya he cruzado la estrecha, aunque tranquila playa. He visto en unos carteles un elemento más: el Faro de Higer. Me llama la atención el lado oculto de estas construcciones, pero hay que subir el monte Jaizkibel siguiendo la carretera. Lo hago andando, aunque sea por deporte. Pero, de repente, en medio de la naturaleza, se abre un camino. Son las 7 de la tarde y ya está anocheciendo. Es una ruta que conecta con Errentería y Pasaia, y que se puede hacer andando. Entro. Primero, selva. Un túnel cubierto por una tupida planta trepadora. Y al fondo la luz. Veo el cielo, despejado. Llego al final, pero en realidad es solo el comienzo. El camino se abre al mar, siguiendo la cordillera montañosa. Estoy solo. Y caigo en la cuenta. Es una antigua ruta que usaban los corsarios en el S. XVII. En 1635, cuando se inició la batalla entre españoles y franceses, San Sebastián y Guipúzcoa se convirtieron en principales suministradoras de corsarios al servicio del rey.

El camino sigue, no es llano, así que el calzado correcto habría sido lo más apropiado y no mis alpargatas. Y por fin vislumbro el edificio neoclásico del faro. Construido en 1878 a cargo de Antonio Lafarga, y que sucedió al antiguo faro destruido en 1874 por las tropas carlistas. Su alcance es de 23 millas exactamente, y advierte a los navegantes del peligro de rocas del cabo de Higer y la isla de Amuitz. El sitio resulta enigmático. Un acantilado cubierto por un manto de ramilletes de lavanda y helechos me permite disfrutar de la magnífica puesta de sol. La paleta de colores amarillos y anaranjados se ve mezclada con los colores azules de la noche, generando así tonos violetas en el horizonte. El frío acecha, y me pongo la sudadera. Ya es de noche y aún tengo que volver. Con pena.

Vuelvo a San Pedro Kalea para reponer fuerzas con un buen pintxo casero de bacalao ajoarriero con mermelada caramelizada de cebolla, regado con un buen txakolí. Con esto me confirmo que no hace falta irse a destinos extravagantes para disfrutar de la plena felicidad. Ya que como en España en ningún sitio se encuentra.

 

 

 

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