Viaje al silencio salmantino

En medio de la nada. Ajenos al mundanal ruido de la ciudad. ¿Cómo puede España guardar con tanto recelo estos parajes de tranquilidad? Acostumbrados, quizás, al ajetreo de las ciudades, no nos preguntamos qué hay más allá de los rascacielos madrileños.

 Calles de La Alberca

La Alberca. Salamanca

A sólo tres horas en coche, en los campos salmantinos, se encuentran uno de los parajes más recónditos y hermosos de la geografía española. Altos picos tapados con un gran manto de pinos, carreteras que se ensanchan y se estrechan a placer, siguiendo las cordilleras montañosas, y un solo ruido, el silencio. Sí, el silencio es la banda sonora predominante en la sierra de Mogarraz.

No hay que dejarse engañar por la entrada al pueblo, donde las tiendas de jamón serrano nos dan la bienvenida. Hay que aparcar el coche y conocer la localidad a pie. No debe uno osar perturbar la tranquilidad de los habitantes. Casas de piedra y madera, algunas gastadas, otras nuevas, otras habitables y otras abandonadas. Cada una cumple su función, la estética arquitectónica es lo que debe predominar para los concejales de urbanismo y los vecinos, a quienes la alcaldesa les reclama con bandos municipales escritos en verso que cuelgan de los portones de madera como antes.

Hace ya 45 años que los vecinos de la localidad se sacaron el DNI. Sus instantáneas, convertidas en cuadros de la mano de Florencio Maíllo, se cuelgan con orgullo en las fachadas, haciéndolas parte de la historia, y decorando el casco histórico de una de las pocas juderías conversas al cristianismo. Retratos que perduran el recuerdo de los que están y los que no, tanto para generaciones pasadas, como las venideras.

Llegada a la plaza mayor por la empedrada calle, y algunos salen a hablar, otras a pasear, los niños a correr y los turistas a tomar fotos. Ni siquiera los gritos de los niños perturban la paz predominante.

Se hace de noche, el pueblo se viste con otra luz, la de los faroles viejos y amarillentos que la convierten en una postal entrañable, de los pueblos de antes y casi, con las gentes de antaño. La luna se encarga de alumbrar aquellas partes sin luz, y los contrastes de colores se hacen patentes en paredes y geranios que, tan tozudamente, se han conservado de los inviernos heladores y los calores secos del verano. Unos niños corren a sus casas por llegar diez minutos tarde, esperando, quizás, una severa reprimenda sobre la hora de llegada, otros pasean de la mano, y otros, simplemente, se sientan en la plaza a observar el paso del tiempo hasta que les entre el sueño.

Amanece en la sierra de Mogarraz, y la luz tiñe de claro los colores oscurecidos por la noche. A pocos kilómetros se encuentra La Alberca.

Plaza Mayor de La Alberca

Nada que envidiarse mutuamente, La Alberca es de esos pueblos que te atrapa por la hospitalidad de sus gentes y por el entorno natural de la Peña de Francia. Casas de madera, calles construidas sin ton ni son, colgando azucenas, verbenas y geranios de las fachadas y guardando el sabor de aquellos pueblos de antaño, donde el pan se sigue haciendo en horno de leña y los tejados estrechecen la visibilidad de un cielo despejado.

Muy popular en la zona la venta de plata y la chacinería. Aún perduran los negocios que, generación tras generación, han evitado la entrada de grandes superficies y en donde verdaderamente existe algo más que una relación contractual entre vendedor y comprador.

Nos da la bienvenida un puente de piedra del S. XIII, para salvar el paso natural de un pequeño riachuelo, en el que un gato pardo casi tropieza, y siendo previsor, vuelve a tierra firme para evitar un desastre mayor. Una calle penetra en el pueblo, y continúa el turista para adentrarse en tan secreto lugar, cámara en mano, a la espera de encontrarse una recompensa mayor.

La plaza mayor en cuesta, es vigilada expectante por un crucero, donde un grupo de escolares franceses, descansa en sus escalones esperando instrucciones del profesor, y armando algo de barullo de un extremo a otro de la plaza..

Bajo los soportales, sobre los que descansan los miradores y balcones de los vecinos, unos cuantos, caballete al hombro, deciden pintar en acuarela la plaza, mientras otros invitan a los turistas a pasar a sus restaurantes, o les ofrecen almendras garrapiñadas y miel con la sonrisa dibujada en el rostro. El que escribe esta crónica cayó en los alardes del marketing y se llevó a casa una bolsa de almendras por un euro. Eso sí, siempre con derecho a probar antes de la transacción.

La única Iglesia Parroquial, de diferentes estilos arquitectónicos, pues la torre fue construida 200 años antes y subvencionada por los Duques de Alba, finaliza sus obras en el S. XVIII, a la par que su compañera mayor de Salamanca. Posee dos tesoros artísticos. Uno es el púlpito policromado, situado a la izquierda de la nave. El otro, el magnífico retablo barroco que guarda con rigor la figura de la Santísima Virgen, donde unos querubines intentan, desde hace siglos, coronarla como reina de cielos y tierra. En un lateral de la fachada, un panel cuenta una vieja leyenda, en el que cada atardecer, una penitente pasea por las calles, rezando una plegaria por las almas del purgatorio.

Pero algo perturba la oración de los fieles. Unos vecinos preparan la romería de San Cristóbal, patrón de La Alberca, junto con la Virgen Negra de la Sierra de Francia, citada por Cervantes en su homónima obra Don Quijote de la Mancha. Además hay una segunda celebración. Un matrimonio celebra sus bodas de oro el mismo día, y ya salen las vecinas, sin estar invitadas, para estudiar el acto, ataviadas con sus mejores trajes. El turista, que tampoco estaba invitado, se sienta a observar. Al finalizar, los mayordomos de la romería pasean orgullosos la figura del Santo, con el Niño al hombro, y encabezando la procesión el cura, dos monaguillos y un tamborilero.

Artista pintando en acuarela la plaza Mayor

Finalizados ambos acontecimientos, toca retirarse, no queda nada más que ver. Aquellos entornos descritos por Lope de Vega sobre dos enamorados en el Valle de las Batuecas, y las tierras pisadas por D. Raimundo de Borgoña y su esposa, Doña Urraca, permanecen inalterables para seguir recibiendo la visita de más turistas.

La vuelta a Madrid se hace corta, siempre son cortos los retornos. El viaje al silencio se termina, y los rascacielos de la Plaza de Castilla se atisban en el horizonte. Esperemos seguir descubriendo más lugares recónditos de nuestro país e invitando a los lectores a conocer la sierra de Francia salmantina.

 

 

Fin de semana

¿Dónde dormir?: Hotel Spa Villa de Mogarraz (desde 60 euros) o en Hotel Doña Teresa (desde 60 euros)

¿Dónde comer? Restaurante Mirasierra (desde 25 euros) o en Restaurante el Balcón de la Plaza (desde 30 euros)

 

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