‘Vania’ (II): qué dirá él si le digo que lo amo

Gonzalo Cunill y Ariadna Gil, dos de los cuatro intérpretes de Vania'.
Gonzalo Cunill y Ariadna Gil, en 'Vania'.
Gonzalo Cunill y Ariadna Gil, dos de los cuatro intérpretes de 'Vania'.
Gonzalo Cunill y Ariadna Gil, en ‘Vania’.

El teatro es una cosa que habita en el aroma. Uno puede sentirse ahí, interpelado, enraizado a emociones ajenas que casi puede sujetar entre sus dedos, emociones que surcan los agujeros de la piel, como enormes chorros de agua que se filtran por todas partes. Anton Chéjov escribió Tío Vania para que pasasen cosas como la que ha vomitado Álex Rigola en la Sala Negra de los Teatros del Canal. No hay más en vivir de lo que duerme dentro de cuatro paredes. El mundo se entiende desde lo que uno aprehende como hogar. A partir de ahí, nos expandimos.

Rigola lo grita a los cuatro vientos, lo escribe en las paredes de la mano de Ariadna Gilel profesor está muerto. El personaje central de la obra de Chéjov no está en la suya. O sí está, porque todo lo cubre, como un manto eterno que aplasta a los que todavía viven. Entonces, cada uno afronta sus miedos de la mejor forma que se le ocurre, o quizá la única que encuentra. Todos hablan y todos callan, porque toda la soledad del mundo reside en la ausencia de comunicación con aquellos que están cerca, y es por eso que caminamos al filo, siempre tambaleándonos, siempre a punto de caer.

Irene Escolar amanece la obra sentada sobre una silla, con un ordenador encima de sus rodillas, y reproduce I’m Not In Love, el clásico de 10cc. Su personaje no para de decírselo a sí misma, tratando de autoconvencerse. No estoy enamorada, o quizá sí lo estoy, ¿qué pasaría si lo estuviese? Pasaría todo y no pasaría nada, porque todas las venas que vibran en el amor son latidos inertes, anhelos imaginarios de un futuro común. Asumir el amor es asumir el desprendimiento del cuerpo de uno mismo, la trascendencia hacia algo incontrolable. Entonces la vida se convierte en un enorme globo que asciende hacia el cielo, y uno se esfuerza, vanamente, por alcanzarlo y traerlo hacia su pecho, pero al cabo de un rato ya surca el azul, fundiéndose con las nubes, siendo una nube, siendo todas las nubes globos perdidos de amor no correspondido.

El objeto del amor de Irene es Gonzalo Cunill, la contemporaneidad en el seno del doctor Ástrov de Chéjov. Gonzalo ya no se pregunta qué pasaría si estuviese enamorado, no lo hace porque ha aprendido del miedo. Él dice que el mundo es un lugar amenazante. Yo ya no estoy preparado para amar, podrían quererme tanto como alguien puede querer a otra persona y yo seguiría aquí, tan incapaz de sentir. Se sienta y abraza su guitarra, y las cuerdas lloran porque nada en su vida ha salido como él quería, a pesar de que la tierra lo vea como un ser admirable que lo ha conseguido todo. Es la estúpida relación entre las expectativas que todo el mundo coloca sobre ti y las que tú depositas en tus propias espaldas. Gonzalo querría amar, igual que Irene. ¿No es amar todo aquello a lo que podríamos aspirar?

Gonzalo querría amar a Ariadna Gil. Y ella flota por el espacio con una sonrisa enorme que es casi como llorar a gritos, como lágrimas que se vierten como ríos y lo inundan todo, y uno se ahoga y sigue sonriendo. Ariadna amó en otro tiempo, y quizá lo haga ahora, pero nadie es capaz de saber si está amando o qué diablos está haciendo. Ella baila por la vida siendo un pájaro triste sin un nido al que volver. Su vida con el profesor parece haber muerto, y ella lo sabe, y sabe también que eso no puede significar sino que toda su vida está entrando en un otoño que, de tantas hojas que lo recubren, encuentra su suelo en inmundas profundidades.

Pero, ¿quiénes son Irene, Gonzalo y Ariadna sino meros reflejos asfixiados de los vértices de Luis Bermejo, ese tío Vania irónicamente devastado? Luis es el pegamento, el nexo, la esponja que absorbe todo el dolor, el contenedor infinito de la rabia que produce la vida que no es vivida convenientemente. Se alza rápido, inmenso, como quien busca abrazar su entorno y convertirlo en una unidad con sentido. Luis es el constructo que habilita el hogar. El sentido del término casa, aquel que no pensaría nunca en renunciar a su atribulada lealtad hacia las personas que construyen sus emociones. Todo está ahí, viviendo en la emoción, la emoción de sentirnos humanos, de rozarnos con la vida y sufrir con el amor. Luis se cae, se estrella, llora y grita, y sus ojos se encienden del rojo de las estrellas a punto de estallar. Y tras la tormenta, tras el dolor, se sienta y mira al cariño a los ojos. Seguiremos trabajando, mientras podamos.

Primera entrega de ‘Vania’ en Cultura Joven, por Marcos Martín.

Adrián Viéitez

Periodista cultural y deportivo. Dulce y diáfano. Autor de 'Espalda con espalda' (Chiado Ed., 2017). Escribo para salvarme de mí mismo.

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