‘Una vida a lo grande’: el concepto y la ejecución

Matt Damon, Kristen Wiig y Jason Sudeikis en Una vida a lo grande.
De una primera mitad casi perfecta…

En todos los tipos de arte existen dos fases que deben funcionar en consonancia: la del diseño conceptual y la de la ejecución formal. De nada habría servido que Bruce Springsteen concibiese crear un álbum que hablase sobre la necesidad de escapar del sueño americano si no hubiese contado con la destreza necesaria para ejecutarlo con la brillantez de Born to Run. La desolación de Scott Fitzgerald por el escapismo de la felicidad en su amor por Zelda no habría tenido sentido si su voraz pluma no hubiese podido canalizarla para escribir El Gran Gatsby. En el sentido inverso, uno se encuentra con que la fantástica idea que Alexander Payne tuvo al concebir Una vida a lo grande, que llega hoy a nuestras salas, no ha hallado en su ejecución la brillantez necesaria para convertirse en la obra de culto que podría haber sido de lo contrario.

Payne es un cineasta de miniaturas. Sin embargo, hasta hoy, nunca lo había sido en un sentido literal. Sus películas tratan sobre historias pequeñas, historias humanas. Historias sobre cómo un profesor perdedor puede ser avasallado por una alumna repelente (Election), sobre la huida hacia adelante de un hombre que sufre el miedo a la incipiente tercera edad (A propósito de Schmidt), sobre dos amigos que se buscan a sí mismos en su amistad (Entre copas) o sobre un hijo que conoce a su padre cuando empieza a perderlo (Nebraska). A Los descendientes no la menciono no por considerarla menor, sino porque creo imposible aglutinarla en una frase como he hecho con el resto, además de que la enumeración resultaría ya demasiado cargante.

Sin embargo, en Una vida a lo grande, Alexander Payne se libra de su lado humanista para trascender a un nivel superior. Como si hubiese algo por encima de la propia humanidad. La primera mitad de la película, pese a todo, parece indicar que el director de Omaha se mueve con la misma soltura en un relato alegórico de ciencia ficción de la que goza cuando habla de lo que tiene cerca. Su construcción es detallista, pulcra, de pulso firme. A través de la mirada de su personaje principal, interpretado por Matt Damon, Payne dibuja un futuro distópico en el que se ha hallado una solución para la insostenibilidad demográfica: reducir a los seres humanos a un tamaño que apenas sobrepase los 10 centímetros. Más adelante, retoma el debate para preguntarse si este cambio, aunque agresivo, no estará llegando ya demasiado tarde.

Hong Chau y Christoph Waltz.
… a ahogarse en la sensiblería.

El punto de partida, pues, es de una originalidad que envuelve, que atrapa, que arrastra al espectador a los pozos narrativos de la película. Las primeras reflexiones que suceden a la presentación del fenómeno y del personaje central son interesantes, planteándose la posibilidad de una confrontación entre las personas que ceden al cambio y las que optan por considerarlo antinatural o que, simplemente, se niegan a asumirlo. Sin embargo, la película se desploma a partir de su giro argumental central. Todo se viene abajo cuando nuestro protagonista decide sumarse a la iniciativa.

Sobre giros inexplicables

A partir de ese momento, Alexander Payne corrige su rumbo y pega un volantazo hacia sus viejas costumbres, las de hablar desde una perspectiva seca y emocionalmente profunda acerca de las relaciones humanas. En este giro que realiza sin previo aviso, sin embargo, existen dos problemas. El primero, el intercambio inexplicable de tono que sufre la película, pasando del irremediable aroma a comedia ligera que transmiten en su primera mitad los personajes interpretados por Kristen Wiig y Jason Sudeikis al dramatismo de su segundo acto, en el que Damon está fundamentalmente acompañado por Ngoc Lan Tran (interpretada por Hong Chau), una heroína popular de origen vietnamita. El segundo, que pese a buscarse a sí mismo en este nuevo enfoque, no acaba nunca por encontrar la franqueza discursiva que lo caracteriza.

El fango en el que se introduce la película a partir de esta inexplicable modificación de su rumbo acaba resultando pegajoso, distrayendo al espectador del propósito inicial del film. Uno tiene la sensación de que, en su necesidad por dar al espectador algo del contacto emocional al que lo tiene acostumbrado, Payne cae en un relato blando, acolchado, exento de riesgos y plagado de lugares comunes -incluso la siempre refrescante presencia de Christoph Waltz acaba resultando anodina-. Todo esto resulta, si cabe, más decepcionante al tener en cuenta el excelente punto de partida de la película, que perfectamente podría haberse traducido en una afilada y cruda radiografía de los vicios de la sociedad actual, en lugar de en una moralina fofa y americanizada alrededor del concepto del sacrificio.

Una vida a lo grande, de todos modos, es una película de ejecución firme en lo que al apartado audiovisual se refiere, especialmente en un primer acto que supera al segundo en todos los aspectos. De ella nos quedaremos con lo que propone, con su poder conceptual, que no con su ejecución, quizá la más torpe y pobre de toda la filmografía de un creador tan genial como lo es Alexander Payne.

Adrián Viéitez

Periodista cultural y deportivo. Dulce y diáfano. Autor de 'Espalda con espalda' (Chiado Ed., 2017). Escribo para salvarme de mí mismo.

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