‘El sentido de un final’: la amable expiación de los pecados

Charlotte Rampling y Jim Broadbent en 'El sentido de un final'.
Jim Broadbent y Charlotte Rampling funcionan a la perfección en pantalla.
Charlotte Rampling y Jim Broadbent en 'El sentido de un final'.
Jim Broadbent y Charlotte Rampling funcionan a la perfección en pantalla.

Julian Barnes es un escritor de una desnudez emocional devastadora. Su forma de aproximarse a cuestiones tan peliagudas como la pérdida o el arrepentimiento es, al unísono, mordaz y detallista. El sentido de un final, novela que publicó hace seis años y que está editada en España por Anagrama, no es una excepción en lo que a ello se refiere. Su adaptación al cine, que llega a las salas este mismo viernes, aunque sobria y elegante, sí se deja buena parte de su potencia conceptual por el camino. La cinta, dirigida por un Ritesh Batra (1979, Mumbai, India) que está viviendo en 2017 su definitivo salto a Hollywood, peca en términos globales de ser excesivamente amable.

Existen pocas cosas en la vida más dolorosas que la idea de que tus errores ya no se pueden reparar. Ese determinismo, esa certeza, es insoportable. A ella se enfrenta Tony Webster, el personaje sobre el que gira la historia de El sentido de un final. Interpretado de forma entrañable (quizá demasiado para su connotación ambivalente) por el oscarizado Jim Broadbent (Iris, Moulin Rouge!), Webster es un hombre que se acerca a la tercera edad y que se reencuentra, en el momento más inesperado, con una parte lejana e inconclusa de su vida. Así, volverá a ponerse en contacto con Veronica Ford, su refulgente amor de adolescencia, interpretada de forma soberbia por la siempre arrolladora Charlotte Rampling (en su versión sexagenaria).

Escena de cena familiar en 'El sentido de un final'
El personaje de Emily Mortimer, aunque breve, es un eje narrativo fundamental.

La puesta en escena de Batra (The LunchboxNosotros en la noche) es limpia y elegante, empleando colores fríos y un ritmo gradual en la construcción de la historia, desde un inicio más reposado hasta el clímax, ubicado en su tramo final. De este modo, pretende capturar el ambiente de falta de comunicación en el que se ven envueltos los personajes, frecuentemente huraños y solitarios. La construcción de Tony Webster es correcta, aunque cae en ciertos momentos en lugares comunes dialogales que lo convierten en el cliché de señor mayor no demasiado agradable. Un ejemplo bastante evidente de esto es una escena en la que cierra la puerta en la cara a un mensajero para, al final de la película, redimirse e invitarlo a tomarse un café. Un ejemplo construido de una forma algo burda para sobreexplicar algo que el espectador ya viene dando por sentado.

La banda sonora, compuesta por Max Richter (autor de, por ejemplo, la sobrecogedora On The Nature Of Daylight que abre La llegada o de la banda sonora original de la serie de la HBO The Leftovers) está quizá algo sobredimensionada. En ciertos tramos de la cinta, funciona más como una muleta incómoda para ayudar al espectador a alcanzar cierta conexión emocional que como un elemento narrativo propiamente dicho. El conservadurismo emocional de la película hace que la belleza de la música de Richter se diluya en esa sobreescritura constante de los sentimientos.

La dureza se queda en el camino

Hay algo, una percepción global, que convierte a El sentido de un final en una obra sin la mordiente que requiere la novela de la que absorbe la inspiración. Batra, apoyado en el guion de Nick Payne (sobrio y correcto pero también carente de desnudez), se aproxima de un modo demasiado amable a una historia que no lo es en absoluto, a una historia que debe, por imperativo categórico, desgarrar al espectador y obligarlo a enfrentarse a sus propios fantasmas. En lugar de ello, cualquier persona que se acerque a esta película no encontrará demasiados reproches, sino más bien una suerte de salvoconducto para justificar sus errores.

Existe un componente visceral en la obra de Barnes, algo intangible, que hace que El sentido de un final, pese a su pérdida de carácter, sea una cinta moralmente interesante y a la que conviene asomarse (aunque sin creerse todo lo que uno vea). Además, como película podría decirse que es más que correcta y que, aunque frecuentemente peque de ese ya mencionado aire innecesario de amabilidad, puede ser un entretenimiento agradable para sesiones familiares. Si queréis que la herida no se quede en la superficie, leed el libro de Julian Barnes. Si preferís no involucraros demasiado, quedaos con la adaptación cinematográfica.

Adrián Viéitez

Periodista cultural y deportivo. Dulce y diáfano. Autor de 'Espalda con espalda' (Chiado Ed., 2017). Escribo para salvarme de mí mismo.

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