París no se puede olvidar

La Estatua de la Libertad, el río Sena y la Torre Eiffel al fondo, en 1973.
La Estatua de la Libertad, el río Sena y la Torre Eiffel al fondo, en 1973.
La Estatua de la Libertad, el río Sena y la Torre Eiffel al fondo, en 1973.
La Estatua de la Libertad, el río Sena y la Torre Eiffel al fondo, en 1973.

Idealizamos la infancia a pesar de que la hemos olvidado. En nuestra memoria solo quedan algunos recuerdos muy borrosos. Por eso me fascina la todopoderosa fuerza que ejerce sobre nosotros esa minúscula parte de la vida que nos posee eternamente. Esa matrícula, a diferencia de cuando compras un coche nuevo, no es posible cambiarla. La llevas contigo hasta el fin de tus días. Los miedos, los traumas, pero también el primer olor y el primer beso llegan con la niñez y se quedan para siempre. El resto, como vino, se esfuma. Ya lo dijo Antoine de Saint-Exupéry en El principito, el problema no es crecer, sino olvidar. Solo se conoce a una persona en el mundo que sea capaz de acordarse de cada instante de su existencia. Se llama Jill Price y, desde los 14 años, no puede deshacerse de los momentos más felices, pero tampoco de los más desagradables. Hasta qué punto un don se puede llegar a convertir en un problema. Price nació en 1965, un año después que mi madre, que se puede olvidar de muchas cosas menos de una: París.

He escuchado y leído todo sobre París, pero no lo entendí hasta que la pisé por primera vez. Ahora comprendo que Francia sin París no es nada, y que esta ciudad se construyó para el mundo entero porque a todo el mundo le fascina. Eso sí, no todas las personas tienen la oportunidad de recorrer sus calles, conocer sus secretos, agarradas de la mano de alguien que correteó por sus aceras perfectas y se bañó en sus majestuosos fontanales durante su infancia como mi madre. Ernest Hemingway no fue el primero, ni el único, en caer rendido a sus encantos, pero hay que darle la razón cuando dijo aquello de “si tienes la suerte de haber vivido en París de joven, te acompañará, vayas donde vayas, el resto de tu vida”. Mamá vivió, con sus cuatro hermanas, sus padres y su abuela, siete años, de 1971 a 1977, sometida a los hechizos de un lugar mágico. Si se le iluminan los ojos solo de hablarla, imagina cómo le desbordan cuando se sitúa frente a la Torre Eiffel.

Jardines del Trocadero, en 1971.
Jardines del Trocadero, en 1971.

Esta es la cuarta vez que vuelve. Porque siempre hay que regresar a los lugares que nos hicieron felices. Le encantaría vivir de nuevo en el distrito XV, a diez minutos de los 300 metros de hierro forjado más elegantes que se han visto. Ahora, estamos sentados en el verde de los Jardines del Trocadero, que se alinean en perspectiva con la torre, situada al otro lado del río. El fin de semana lo dedicaba a pasear por la ribera del Sena, donde nada el Batobus –la embarcación turística–, desde la Estatua de la Libertad hasta donde nos encontramos descansando. El tiempo ha pasado para todos, pero París no cambia, ni cambiará. No hay edificios nuevos y cada rincón está cuidado al más mínimo detalle. El pasado no está muerto, en realidad ni ha pasado, o eso prometía William Faulkner. Así resulta más fácil recordar. Habrá ciudades más históricas, como Roma, o con más ambiente multicultural, como Londres, pero ninguna que derroche tanta belleza como esta. París es un perfume caro que rocía las vidas de quienes la visitan y no se desgasta jamás.

En medio del jardín, resguardado por el Palacio de Chaillot, hay una gran fuente, Varsovia es su nombre. Está vacía, pero antiguamente las autoridades dejaban bañarse, sobre todo a los críos, en los días asfixiantes de verano como el de hoy. Champs de Mars, al otro lado de la Torre Eiffel, ya no es el espacio a dónde ir, cuando la lluvia no era ácida, a saltar a la comba, jugar al brilé o, simplemente, observar la gran afición de los parisinos por la petanca. El suelo de la estructura creada por Gustave Eiffel está vallado y para cruzarlo tengo que superar tres o cuatro controles de seguridad comandados por militares. Por eso digo que París no ha cambiado, quienes lo hemos hecho somos nosotros, los humanos. En el siglo XXI, se ha convertido en un campo de excursionistas bien cargados de flases. Nadie se resigna a ser espectador, todo el mundo quiere ser actor y posar con una sonrisa fingida delante de una cámara o un teléfono móvil, cuando lo que de verdad importa es vivir. Sí, vivir sin más. Mirar para adelante y disfrutar del paisaje, como hacen las mesas circulares de las brasseries (cafeterías). Detener las agujas del reloj y hacer del presente una experiencia única. Con eso es suficiente.

Avenida de Champs-Élysées, en 1980.
Avenida de Champs-Élysées, en 1980.

Contemplo concienzudo su arquitectura ancestral cual voyeur, como hacían los muchachos argelinos y marroquíes con los ojos claros de mi madre y mi madrina mientras se escondían avergonzadas cuando volvían de la école (escuela). Así se sienten los monumentos Sacre Coeur, Arc de Triomphe, Louvre, Notre Dame o el obelisco de Lúxor de la Place de la Concorde cuando los miro yo. Es admiración. Recorro, de arriba a abajo y de abajo a arriba, la avenida de los Champs-Élysées con una baguette bajo el brazo, mientras decenas de palomas me rodean, y me cuelo escurridizo en Louis Vuitton a ver cómo invierten sus fortunas los turistas asiáticos. Entro en un piano bar apodado ‘Madame Petit’ y aprecio su música. A todo lo apellidan así: petit (pequeño), y no entiendo el porqué, pues cada detalle insignificante corre una relevancia irresistible en esta experiencia que saboreo entre mordisco y bocado de cualquier croissant o crepe rellena de crema de cacao que se me pone por delante. Por el día camino por la ciudad del amor y por la noche deambulo por la ciudad de la luz, esa que se puede ver desde la lejanía del espacio. Elegir entre el claro y el oscuro es un lujo que no me puedo permitir.

París es un estado de ánimo, es invasiva, sobre todo cuando la despides. Mi madre la dejó con 13 años, y la misma mirada que hoy rezuma la ilusión de aquella niña, entonces se encharcó de nostalgia. No quería volver a sus orígenes, estaba atrapada en el lujo. A mí, cuarenta años más tarde y en pocos días, me invade esa misma sensación. Todavía ella y sus hermanas, cuando se juntan, hablan de París en posesivo, como si les perteneciese. Atesoran toda la razón, la única patria que tenemos son los recuerdos. Es cierto que la infancia tiende a magnificarlo todo, pero con París no se equivoca, nunca se visita lo suficiente. Soy incapaz de decirle adiós porque sé que volveré. Y mi madre también.

Panorámica de París de noche.
Panorámica de París de noche.

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